Xavier Velasco's Blog, page 2
January 14, 2010
La esmerada malhechura
alhechote", lo llamaban a uno los profesores cuando hacía la tarea importándole un pito el tema del esmero. No reclamaban, pues, de acuerdo a la gramática, que uno hiciera las cosas con las patas, sino su mala hechura personal. Su baja calidad en términos biológicos. No era ya la tarea, como el alumno lo que no servía; por eso lo hacía todo como su cara. Curiosamente, solía ser nada menos que mi profesor de biología —una opinión a todas luces autorizada— quien más gustaba de etiquetarme así. Pero ni falta hacía, si ya a mis catorce años vivía convencido de ser un contrahecho emocional. Ahora bien, por más que uno se enseñe a negociar con sus carencias y se resigne a todo lo inminente, persiste la cosquilla de desafiar a la naturaleza. Escribir ya no tanto a pesar de la propia malhechura, sino precisamente a partir de ella. Dar a los sentimientos rengos y tullidos el privilegio de firmar la historia. Malhacerse a lo Escher: adrede, al infinito. Narrar desde la zona necia del instinto, un poco replicando el curso del destino, de forma que el error exija aterrizaje antes que corrección. Ir adelante con el disparate, darle alas al demonio menos presentable. Escuchar a Chet Baker y darse a ambicionar la ruina for art's sake. Entramparse en un caos de horas en espiral y días que van y vienen como autobuses en los que nunca subes. Gracias, le dices al chofer que se detiene, pero voy para otra parte. Ni modo de explicarle que estás en una parte tan aparte que llevas años y años construyéndola a solas. Un sitio donde nadie sino tú puede entrar, y del que rara vez te permites salir. Una casa embrujada pero disfuncional, con los conjuros chuecos y los abracadabras salpicados de baches, donde eres albañil, carpintero, plomero, arquitecto, pintor, electricista, peón, decorador, detective, sirviente, capataz, chofer, mecapalero, coime, mayordomo, saqueador, secretario y otros quehaceres a menudo ingratos, como el de jefe de control de calidad: un sujeto mamón, desdeñoso y sardónico capaz de hallarle fallas al pubis de una diosa. Pero ese es su trabajo: aguar todas las fiestas menos la última. ¿No será que ese esmero es mera neura?, se preguntan mis seres queridos cada vez que, a juzgar por el genio de mierda que me cargo, dan por hecho que se me ha aparecido el diablo sin calzones. A veces, sin embargo, no quedan más demonches de los que uno consigue procrear. Esos mismos satanes por cuya descarada intromisión hube de sacar ceros en biología con tesón esmerado y fatalista. Ya veremos —se dice uno de noche, rechinando los dientes como un villano de Hannah & Barbera, con la luz apagada y las neuronas todavía trajinando— si vuelven a llamarme malhechote.
December 23, 2009
Pruritonitis
a desazón también tiene su déjà vu. La última vez que me vi a estas honduras de la incertidumbre traía un dolor de espalda marca garrote vil y los nervios crispados a toda hora. Hace ya un par de meses que me vino el dolor, pero esta vez ha sido recibido cpn sendas descargas de aspirina y un cañonazo de teiquirisi. Vamos, que hasta estas líneas son parte del intento de agarrarla suave, aun si puertas adentro me queda la impresión de galopar a lomos de una neurosis fiera y corpulenta. No terminar de terminar una novela es asimismo no terminar de estar en ningún lado. Cual si en vez de una historia construyera un refugio submarino, y la sola sospecha de una leve fisura fuese digna de todos los insomnios. Sabe uno que es pequeño e insondable cuando emprende un proyecto al que mira de abajo hacia arriba. Cualquier día, la empresa se transforma en emergencia: imposible saber qué zonas del cerebro se activan y conectan a partir de este extremo, toda vez que el task force se manda solo y trabaja en lo oscuro. Una vez amarrada al instinto de supervivencia —que es en última instancia quien termina de escribir las novelas— la voluntad echa a andar una serie de engranes que a su vez se conectan con otros mecanismos, y éstos hacen lo propio con sus submecanismos, igual que en un ejército secreto integrado por células tripartitas. Cada quien su mossad, me digo al descubrir que alguien que no soy yo ya había reparado, a saber desde cuándo, las grietas que aún ayer me quitaban el sueño. Creer a media noche que se ha dado con un error en la novela en proceso da pie a una paranoia similar a la de quien se encuentra un piojo en el ombligo: vale creer que son muchos y están organizados. Ya quiero ver quién tiene la sangre de atole para darse a roncar plácidamente luego de descubrir a un cierto polizonte con patitas de gancho y verlo caminar sobre el lavabo. Sin el asco, tal vez, pero no mucho menos desasosegado, busco volver al sueño de los irresponsables, pero he aquí que la duda es piojo impertinente. ¿Tanto jodía yo para que en una y otra escuela mis compañeros insistieran en señalarme como ladilla, es decir el que escarba en las zonas impacientes? Una novela a medio terminar se parece a esa franja de tierra de nadie que separa a la cárcel de sus muros: todo intruso es probable objetivo militar. Y de pronto da pena, pero ya entrado en épica no se puede uno andar con megafonitos. La orden es apuntar a la cabeza y apretar el gatillo con la celeridad de quien aplasta a un piojo. Difícil relajarse, en estas circunstancias. La cama se endurece, las dudas se camuflan, las uñas duelen ya de tantos huevecillos reventados. ¿Cómo explicar después que este trabajo no es propiamente un trabajo-trabajo, sino apenas un juego de origen infantil? ¿Pero no es cierto acaso que los juegos de niños también sirven para apostar el pellejo? Miro el reloj: faltan cuatro horas para diciembre 24. Perdón que no celebre, pero me quedan piojos por masacrar. Qué descanso, de pronto, ser todo uñas.
December 20, 2009
Rieles en cuarentena
i hubiera de explicárselo al espíritu inquieto de mi abuelo, le diría que esto de novelar y bloguear es un poco chiflar y comer pinole. Se canta una canción mientras se baila otra. Busca uno cuando menos hacer aterrizar al ridículo con la elegancia de una estafa sin rastro. Llevo tiempo intentando regresar al blog, pero no tengo sino estos chisporroteos de palabras que de una línea a otra se detienen porque les da la gana, no faltaba más. Una mañana el blog, o la novela, o el proyecto de website que llevo años diciendo que quiero hacer a mano, amanecen como puertos distantes. Como si la obsesión todopudiente demandara el total de la energía y la empleara completa en extraviarse. No digo que no sepa leer los mapas, pero sigo creyendo que el hallazgo es fruto natural de la perdición. Si la novela viene y me pide que esta noche le corte la cabeza al blog, seguro que lo haré con regocijo, que es como cumple uno los caprichos exóticos de una ninfa adorada con celo wahabí. Ahora bien, ya se sabe que la novela es una zorra protagónica y no tan fácilmente daría por perdido a un cortesano en tal modo oficioso y disponible. ¿Por qué va uno a abandonar a sus seres queridos, cuando existe la opción de seguir humillándolos sin cargo extra? Y aquí está la cuestión, se me cruzan los cables. Cuando menos lo espero, ya no soy yo sino uno de los personajes de la historia quien asalta la máquina y se expresa en mi nombre. Una de cal, me advierte en una mueca copartícipe y brinca de regreso al monte de capítulos. Por mi parte, me quedo con la duda. Por más que lo haya visto guiñar el ojo izquierdo, no acabo de saber si el de la gracia fue el astuto Isaías, el pícaro Joaquín o el espectral Basilio. Tampoco sé la ruta que llevaba mi tren de pensamiento antes de la intrusión del último fantasma. Es la noche temprana de un domingo helado; hace ya muchos días, en realidad semanas, que pospongo estas líneas al compás de una canción querida. It takes some silence to make sound, calcula Jason Mraz, y en lo que a mí respecta no se equivoca. Puede que todo el juego de la escritura no sea sino el aprendizaje del silencio. Escribimos, quizá, para aceptar la muerte con cierta gallardía. ¿Hay acaso descanso más pacífico que el de haberse callado sólo después de hablar lo suficiente? No soy yo el de los pensamientos funerarios. Too many trains of thought for such a foggy track, amigo!, reflexiona el villano del spaghetti western antes de acomodarme un plomo entre los ojos. Lo dicho, el tren de marras se descarrila por quítame estas pajas. Debería haber una ley que obligara al artista en proceso de parto a guardar rigurosa cuarentena, mínimo para no quedarse sin amigos o acabar de ganarse la fama de lunático. Alguna vez, en una de sus crónicas, Bryce Echenique topa con un letrero que explica como pocos el valor del silencio, y de paso el sentido de las líneas presentes. Cito, según recuerdo: Ya sé que crees que comprendes lo que piensas que acabo de decir, pero no estoy seguro que te hayas dado cuenta que lo que acabas de escuchar no es lo que yo quería decir. Más clara, pues, ni el alba.
October 20, 2009
El asueto de Gutenberg
o siento, ya esta hecho. Titubeé un poco antes del click final: dirán que paso lista entre los desleales. Sintomáticamente, ayer mismo leí Palos de ciego, la columna dominical de Javier Cercas, donde narraba su dolorosa separación de la edición número 19 del diccionario de la Real Academia Española. Curiosa numerología: el 18 de octubre Javier confiesa la reciente traición a su tumbaburros —lo ha ido a dejar en una librería de viejo— y al día siguiente, octubre 19, sale al fin a la venta la edición internacional del Kindle. Toda una cuchillada a nuestro amigo Gutenberg. Repensando el asunto del diccionario, no pude más ni menos que entregarme a escuchar las voces plañideras de mis libros, que ya se ven de vuelta en una librería, o quizás esperando postor en eBay.
El lío comenzó desde que tuve a bien añadir a mi wishlist el aparato. Lo había visto un mes atrás, abordo de un avión, y fue una aparición comparable a la del primer walkman, el primer fax, el primer email. Mentiría si negara que tales adelantos me han ayudado mucho a vivir mejor, pero no menos cierto es que he pagado precios altos por ello. ¿Cómo calculo en pesos y centavos el aislamiento que me ha obsequiado cada uno de estos juguetes? Claro, un libro electrónico no está ahí para hacerlo a uno más sociable, pero no bien sopeso aquella promesa de bajar y empezar a leer un libro en 60 segundos, temo que en realidad suena más a amenaza. ¿De manera que ya no voy a ir a recorrer librerías en busca de un ansiado y esquivo ladrillo de papel? ¿Voy a tener que ahorrarme el paseo voraz del niño caprichudo, con todo y las punzantes eliminatorias? Y a todo esto, ¿quieres callarte ya, Pepe Grillo de mierda?
Si seguimos el curso de la metáfora de Javier Cercas, encontraremos que comprar un libro a larga distancia y en sesenta segundos es tan emocionante como hacer click en la imagen de una diva del Facebook y tenerla en tu cama de aquí a un minuto. Muy fácil para ser entretenido. ¿Cada uno de nosotros clonado y disponible en la sección de downloads de su página? Por eso digo que no tengo Facebook. Aunque sé que es inútil resistirse, y la prueba es el click todavía caliente que me ha hecho el feliz dueño de un Kindle, aunque me falten días para toquetearlo y no tenga ni un libro digital.
Conseguí resistir por catorce horas. Todavía afectado por la metáfora del diccionario querendón, pasé de largo de la tele a la cama sin hacerle ni un guiño a la MacBook. Tampoco desperté a las cuatro y media para hacer esas compras de pánico que le dan emoción a los insomnios. Hoy mismo, en la mañana, me sentía persuadido de que el culto artefacto podía esperar. Pasado el mediodía, ya estaba distraído seleccionando libros para mi witchlist. No sé si fue un momento de fortaleza o debilidad, pero en no más de 60 segundos ya había consumado el último click.
¿Voy a dejar mis libros de papel? Muy al contrario: pienso atesorarlos. Razón más que bastante para no maltratarlos haciéndolos viajar en maletas, guanteras o mochilas. La idea es leer más y cargar menos. Ahorrarme esperas y cuotas de envío. Además, por ahora sólo es posible leer contenido en inglés…
Por más que apilo ideas, no alcanzo a convencerlos. Se diría que ya no quieren que los lea, y puestos a oponerse no van a soportar ni que los toque. El Kindle no ha llegado y mis libros, unidos en pandilla solidaria, ya lo han puesto en su bitchlist. Va a haber que protegerlo de tantos enemigos silenciosos. Nada me extrañaría que en el primer descuido le cayera del cielo un atlas en tres tomos.
September 15, 2009
Ráfagas de un raudo día / y II
mpezar por el cero, girar dos vueltas a la derecha, llegar al 32, retroceder una vuelta a la izquierda hasta el 14, regresar al 28, liberar el candado, abrir el casillero. Sacar la MacBook, cerrar el casillero, sentarte frente a uno de los escritorios, recorrer los canales de la pequeña tv, sintonizar la acción de la cancha siete, abrir la Macbook, echar a andar el Mail, encontrar tres correos urgentes en teoría, no responder ninguno, echar a andar el iChat, no encontrar ni un mensaje, suspirar, cerrar la MacBook, abrir el casillero, sacar el ventilador portátil, colgártelo del cuello, cambiar las baterías de la cámara, cerrar el casillero, salir corriendo hacia la cancha siete, recoger estadísticas y entrevistas, calcular que con suerte verás el tercer set de Sorana Cirstea y llegarás a la mitad del primero de Juan Carlos Ferrero. Encontrar un lugar a orillas de la cancha, tomar un par de fotos, gritar let's go, Sorana!, colgarte el radio de la oreja derecha, enterarte que las hermanas Williams acaban de romper otro servicio, anotar dos docenas de palabras en una de las hojas de estadísticas, tacharlas casi todas, aplaudir un smash, empezar el artículo al pie de los tachones. Salir volando hacia el Louis Armstrong, esquivar cuerpos entre los gentíos, eludir una cola de cincuenta metros con el gafete donde se lee media, escurrirte a la zona de prensa, resoplar, quitarte las gafas, limpiarlas, ponértelas, aplaudir un balazo de passing shot y gritar ¡vamos, Juanca!, poner el ojo izquierdo en la cancha y el derecho en los números de Nadal y Djokovic, sumar los winners, restar los losers, saltar de la butaca cuando Ferrero rompe un nuevo servicio, anotar en la hoja "volea de revés en break point". Moverte de un estadio a otro para pescar a tiempo el partido de Federer, desviarte unos minutos hacia el Interview Room 1, hacerle una pregunta voladora a Tsonga, pasarte al 3 a interrogar a Sorana y correr de regreso por el pasillo poligonal que rodea la cancha del Arthur Ashe. Subir las escaleras de dos en dos, descender luego al nivel de la cancha, murmurar un excuse me atropellado, acomodarte en la segunda fila, a la derecha del juez de silla, prender el ventiladorcito, apuntar al sudor de la frente, checar el marcador, vociferar de pronto let's go, Roger!, recordar el artículo pendiente, irte derecho sobre el segundo párrafo, albergar ciertas dudas sobre el primero, dejarlas todas para más tarde. Perder noción del paso de las horas, recobrarla al notar que la sombra de Roger es ya más grande que él, aplaudir cuando gana el tercer set, levantarte de un salto, salir corriendo hacia el media center. Abrir el casillero, cargar con la MacBook, correr por los pasillos, subir al primer piso de la casa club, acomodarte en un sillón libre, conectar la MacBook, ponerte los audífonos, echar a andar el Pages, transcribir los dos párrafos que adelantaste, rehacerlos, observar de reojo las pantallas de plasma donde juega Del Potro, sustraerte por fin del entorno, ver la hora: son casi las seis. Refunfuñar no mames, ya es tardísimo, escribir una línea, checar tres estadísticas, escribir media línea, rastrear un par de datos en usopen.org, escribir línea y media, descubrir que el francés que no deja de hablar aquí atrasito es Gael Monfils, ignorarlo, tratar de recobrar concentración, responder la llamada paterna en el Skype, pasar revista a los sucesos frescos, retornar al artículo, checar el contador de palabras, mascullar que no llevas ni doscientas, cerrar la MacBook y volver al estadio con ella bajo el brazo, resignado a escribir en los descansos, no sin antes hacer una escala en el comedor y cargar con la cuarta botella de té helado. Encontrar un lugar, abrir la botella, distraerte, verter un chorro entre camisa y bermudas, soltar nuevos carajos, no bajarte de imbécil, abrir la MacBook, distraerte siguiendo un jugadón, comentar el momento con los de al lado y opinar that's the hell of a defense! Regresar al artículo con bríos reciclados, atacar el teclado con un furor pariente del de Nadal cuando se mira dos sets abajo. Narrar, narrar, narrar, qué vicio tenso. Gritar, alzar las manos, volver a la pantalla y observar que la señal del WiFi está más débil que el hombro lastimado de María Sharapova. Rebasar la frontera de las setecientas palabras, levantarte, correr de vuelta al media center, acomodarte en cualquier escritorio vacío, sintonizar el canal donde el partido sigue. Saludar a un fotógrafo argentino y a una cronista francesa, mientras corriges todo desde el principio y te abalanzas sobre el remate. Volver a corregir, checar algunos datos, responder el email de hace quince minutos con la frase "ya mero" en el asunto, dar al fin con el título, salvar una versión en Word, enviarla a seis distintos destinatarios, no sea la de malas, encontrarte en el iChat con una princesa, sonreír, platicar, tomar aire, soltarlo, abrir el casillero, guardar la MacBook, calzarte el pantalón y la camisa por encima de camiseta y bermudas, cerrar el casillero, pasar por dos barritas de snickers, correr hacia el estadio, detenerte un minuto en otro stand de fotos gratuitas, reanudar la carrera, llegar quince segundos después del descanso y tener que esperar hasta el siguiente, blasfemar, asomarte a un monitor, celebrar que no ha habido rompimientos, bajar los escalones a la carrera, ocupar una nueva butaca, arrellanarte a gozar del partido bajo una noche espléndida. Gritar, aullar, sufrir, arrancarte los pelos, recobrar la esperanza, celebrar que la cosa se vaya a cuatro sets, total, quién tiene prisa, probar la taquicardia de la muerte súbita, paladear el alivio de un break point rescatado, aplaudir el match point, festejar la victoria, leer en el reloj sobre el marcador que hace quince minutos dio la medianoche. Bajar al media center, abrir el casillero, sacar la MacBook con los papeles del día, despedirte en la puerta con un see ya tomorrow, buddy!, caminar por el parque hasta el autobús, treparte, hallar lugar, abrir la MacBook, entretenerte media hora más entre el Dreamweaver y el ImageReady, bajar en la 42 esquina Park, parar un taxi, pedirle que te lleve a la Octava y la 34, puntualizar: New Yorker Hotel. Entrar, saludar al portero, abordar el elevador, oprimir el botón del piso 20, llegar hasta la puerta del 2051, insertar la tarjeta, abrir la puerta, prender el aire frío, soltar la MacBook y todo lo demás a un lado del buró, derrumbarte en la cama, respirar hondo, sacarte de la bolsa el chocolate, romperle la envoltura, morder. Extender el programa del día siguiente, ajustar el despertador a las nueve, salivar figurándote los juegazos que vienen. Levantarte de vuelta, despejar la cama, cepillarte los restos de chocolate, asilarte debajo de las cobijas. Sonreír amplia, lenta, mansamente, deseando con el alma que llegue pronto la hora de despertar. Bostezar. Parpadear. Chasquear la lengua. Encontrar en el sueño un atajo propicio.
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