Sira Duque's Blog

March 13, 2018

Adelanto de Tengo un plan

Tal como hice en su día con Simon y Vega, de Nuestro Caos, os presento a sus hermanos: Cleo y Joel. Como sabéis, estos días he ido mostrando cositas de su historia; sinopsis, portada, día de su nacimiento… Y estoy muy contenta y agradecida con el recibimiento de cada adelanto que os he ido dando. Hoy, para no hacer distinciones entre las criaturas (amor de madre), y para abrir boca os dejó los dos primeros capítulos.


Allá vamos:


1.Bocabajo

 


—No son las horas, son tus recuerdos —dije, por vigésimo tercera vez en la mañana.


Luis, el director, resopló. Y para mi desgracia, aquel frenesí tan violento expulsando aire, significaba que tenía que repetir la maldita frasecita otra vez.


Bizqueé y descrucé las piernas, intentando parecer sexy, pero sin enseñar la mariscada. El vestido que me habían obligado a llevar para grabar el anuncio me apretaba tanto que, estando de pie, se podían leer las recomendaciones de lavado de la etiqueta. Y claro, bajo semejantes circunstancias, lo de llevar ropa interior lo dejamos en un segundo plano. Dónde desearía haber estado yo en ese momento…


Por si acaso, respiré lo justo.


—¡Vamos, nena, regálanos la lujuria que escondes detrás de esa mirada felina! Seduce al objetivo; imagina que eres Eva y estás hipnotizada por lo prohibido…


Tomé aliento y desvié la mirada. Y, entonces, lo vi. Vi el pecado y me arrodillé mentalmente a sus pies. Estaba al fondo, recostado contra el quicio de la puerta, con una mano en el bolsillo del pantalón y otra retirando un mechón dorado de sus ojos. Era tan alto que estaba a punto de darse un cabezazo contra un foco. Se sacó la mano del bolsillo y se recolocó la hebilla del cinturón. Un tatuaje irrumpía en su brazo izquierdo. De lejos, parecían garabatos que querían expresar algo, aunque mi miopía me impidió darle una forma concreta.


—…imagina que estás a nada de morderla —continuó en susurros Luis, como si fuera la dichosa serpiente del Edén.


Intenté apartar la vista de mi manzana para centrarme. Imposible. Nuestros ojos se encontraron y me estremecí al ver el brillo canalla de esa mirada verdosa, inexpresiva si la comparabas con todo lo que decía su pose arrogante y autoritaria, pero capaz de absorber todo el espacio de nuestro alrededor y guiar mi atención a su antojo.


Él parecía bastante cómodo sabiendo que lo devoraba con la mirada, y me lo hizo saber; me guiñó un ojo y torció la boca para mostrar lo que supuse uno de sus puntos fuertes: su sonrisa. Al instante, noté el calor que me producía el bullir de mi propia sangre, que abrasaba las venas de mi antebrazo por la temperatura con la que las recorría. Aquella reacción era absurda. Tenía que recuperar el control de mí misma. Había una veintena de personas analizando cada uno de mis parpadeos, ansiosos por que terminara para poder irse y continuar con sus quehaceres. Y yo ni atinaba ni me centraba.


Dejé escapar un calculado suspiro, paseé la lengua por el labio inferior y me lo pincé antes de volver a articular:


—No son las horas, son tus recuerdos —susurré, como si me estuviera reponiendo del mejor de los orgasmos.


—¡¡Eso es!! ¡¡Lo hemos conseguido!!


Todos aplaudieron al oír la aprobación de Luis. Las palmadas de alguien sobresalían entre el equipo. Sin localizar de dónde o quién provenían exactamente, imaginé que su artífice era César, mi hermano mayor. No lo busqué para confirmarlo, tan solo parpadeé varias veces conforme asimilaba que mi tortura había terminado y el revoloteo cesaba. Odiaba con toda mi alma estar frente a la cámara, y eso que, viendo la desvergüenza con la que troto por el mundo, pocos se percatarían de lo muchísimo que detesto ser el centro de todas las miradas. Pero César lo sabía y se lo pasaba de fábula con mi sufrimiento.


Me incorporé y me alejé a trompicones de los focos. Un minuto más en su punto de mira, y aún estaría limpiándome el rastro que habrían dejado mis retinas derretidas al descender por las mejillas.


—¿Tan mal he estado? —Gesticulé en susurros a unos metros de Bárbara.


Me deshice de los complementos que aparecerían en la nueva campaña de publicidad y se los entregué a una de las chicas encargadas del atrezo conforme me acercaba a Bárbara.


—¿Mal? —Zarandeó una mano y puso cara de estar a punto de vomitar cuando llegó hasta mí, y me palmeó el trasero—. Peor.


Bárbara, además de ser la directora del departamento de gemólogos de Shapir, era uno de los pocos seres vivientes con paciencia para aguantar las fallidas sinapsis de mis neuronas. Según sus propias palabras, cuando me alteraba, alguna de mis conexiones cerebrales cortocircuitaba, impidiendo que mi filtro mental fuera capaz de discernir entre cosas o acciones que pueden decirse o hacerse en presencia de otros y las que bajo ningún concepto debieran salir al exterior. Te diría que hacía todo lo posible por conectar la cabeza con la boca y, así, evitar soltar patochadas, pero ni destacaba por mi sosiego ni por mi tranquilidad, más bien todo lo contrario. Soy intensa y pasional, tanto como para que duela más de lo deseado a veces, y lo suficiente como para sentir vértigo de mis propios impulsos la mayor parte del tiempo. Eso y que, como dice mi padre, tengo dos pedradas bien dadas. Y, en consecuencia, solía arrepentirme con demasiada frecuencia de un porcentaje de palabras y acciones en las que terminaba envuelta bastante elevado.


—Por un momento he dudado de si estaba en el rodaje de la campaña de la nueva temporada de relojes y bisutería o de un Magnum —dijo lo bastante alto como para que César la escuchara y le siguiera la corriente—. Dinos, Cleopatra Shapir, ¿quién era el helado al que mirabas con tanto apetito?


En mi defensa diré que el estrés y la presión a la que estaba sometida podrían haber influido en la revolución de mis hormonas, porque por más que miré con disimulo en derredor buscando a mi manzana, no logré encontrarla. Llegué a pensar que me lo había imaginado y que mi inconsciente estaba partiéndose de la risa. Ojalá.


—Pues habrá cambiado de acera después de lo de Miguel, porque lo más agradable a la vista en toda la mañana han sido las maquilladoras. Mejorando lo presente, claro está —rectificó César, al ver la mirada asesina de Bárbara.


—Si te molestaras en usar algo más que tus instintos primarios, habrías entendido la cara de porno star de tu hermana. —Carraspeó y me dio con el codo—. Igual puedes sugerirle a Luis que traiga a tu muso para el siguiente anuncio en el que participes. Se ve que con la vista contenta te concentras más…


―Dios, ¿de verdad estamos teniendo esta conversación? ¿Qué te hace pensar que espero ver a nadie?


—Las telarañas de tu castaña. ¡Anda, mira, a lo Garcilaso…!


La contención de César expiró y estalló a reír a carcajada sorda. Gracias al amplísimo número de genes que compartimos, supe que estaba maquinando algo que apoyara la teoría de Bárbara. Y, si me preguntas, sin miedo a equivocarme, puedo asegurar que tocarme las narices era una de las pocas cosas que tenían en común. Bueno, había muchas más. Aunque, por aquel entonces, los únicos que parecían no enterarse eran ellos. Por eso, cuando no era la diana de sus gracias, la mayor parte del tiempo que pasaban juntos lo empleaban en asesinarse verbalmente o hacerse putadas. Por lo que, sin darle mucho margen, me acerqué despacio a su oído y lo advertí.


—Si se te ocurre insinuar o decir lo más mínimo acerca de mi vida sexual, juro que el próximo nudo windsor que te sujete la corbata serán tus pelotas —dije, tirando del extremo de la tela.


—¿Qué? ¡No! ¡Qué asco! —Me enseñó las palmas a modo de tregua—. ¡Eres mi hermana, coño! Lo último que se me ocurriría es imaginarte a ti con un tío, haciendo… eso…


Poco después, César y yo nos despedíamos de Bárbara en la entrada de la cafetería. Y, en los pocos minutos que tardamos en llegar al ascensor y bajar unos pisos hasta allí, César no abrió la boca, escarmentado por mi advertencia, pero Bárbara se recreó haciendo chistes malos sobre mí y mi negativa a relacionarme con el género masculino desde que rompí con Miguel y volví a casa.


No me malinterpretes. La cuestión no era que la ruptura con mi novio de la facultad me hubiera creado un trauma y en consecuencia me hubiese bloqueado o cerrado en banda a conocer a alguien. Simplemente, fui consciente de que si quería encontrar la manera de volver a empezar o de seguir más bien, tenía que olvidar mis expectativas previas sobre las cosas que debería haber conseguido a los veintiséis y terminaron siendo polvo.


Por ello, en lugar de atravesar las fases habituales de cualquier ruptura, replanteé mis prioridades.


Y mi amiga no conseguía entenderlo. No comprendía que centrarme en el trabajo era mi forma de sentirme en casa y el primer paso para ser capaz de ordenar todo lo demás.


A sus ojos, mi entrega se había convertido en una obsesión, una que utilizaba para consumir la mayoría de mis fuerzas y eludir pensar en el resto de facetas de mí, que tenía abandonadas. Su forma de sacarme de esa burbuja era presionarme con bromas y cosas que, por muy chalada que estuviera, no saldrían de mí. Ser la «actriz» del anuncio de promoción, por ejemplo. Entre tú y yo; no picaré otra vez para hacer otro.


—Según Alberto, el de montaje —me explicaba César, sacándome de mi abstracción—, el anuncio estará listo en unas semanas, así que, si todo sigue así, nada impedirá que su estreno sea un poco antes de lo previsto.


—De haber sabido que tendría que prestar mi imagen para semejante circo, jamás de los jamases se me habría ocurrido abrir la boca para aportar ninguna idea.


—¡No me jodas! Si papá está como un niño con un caramelo de dos mil pesetas, tú estás como uno que tiene otro, pero de cuatro mil.


Riendo, le tiré una servilleta a la cara. Lo cierto es que nada de lo que dijo era mentira. Tanto trabajo y dedicación estaba dando sus frutos. Hasta papá estaba impresionado, algo bastante complicado en un hombre como él, ya que, quienes lo conocían sabían que Augusto Shapir era una de los hombres más exigentes del continente. Y no es para menos, como heredero de una las firmas de joyería y relojería de lujo más conocida de Europa, permitir que la competencia llegara a superarte por descuidar detalles no era una opción. Más bien, una responsabilidad que requería recordar desde cuando nuestros antepasados comenzaron a congratular al mundo con diseños famosos por su exclusividad, belleza y materiales. Y precisamente por ello, en poco más de un mes, celebraríamos el centenario de la creación de la empresa con una emotiva sorpresa. Pero… ¡Era secreta!


Vale… ¡Te la cuento!


El tataranieto del primer cliente de mi tatarabuelo sellaría oficialmente su noviazgo, poniendo en el dedo de la afortunada la primera sortija que creó un Shapir. Así, en honor a ambas celebraciones, cien réplicas de una de las piedras preciosas más bellas y escasas del planeta, el rubí rojo, pudieron ser adquiridas por clientes de todo el mundo antes de la celebración.


¿Te haces una idea de quién fue la cabeza pensante de todo el barullo?


Exacto, ¡qué rápida has estado! Yo, Cleopatra Shapir, su hija mediana y estrella del fantástico spot de publicidad, nótese la ironía.


La misma que tendría intereses en horas de sueño cuando todo hubiera terminado. Y también la que tenía que hacer lo imposible para que su padre confiara en algún talento oculto suyo y empezara a verla como algo más que una hija que no tenía ni idea de qué hacer con su vida.


—Es Bárbara —me informó, enseñándome su móvil.


Estiré el brazo y lo cogí.


—¿Hola?


—¿Tienes el manos libres?—preguntó


Mmm… No…


—¿Estás sentada?


—Sí —afirmé, desconcertada.


«Por favor, que no haya ningún problema con el catering, la decoración, o lo que sea», recé al oír su tono.


Pasábamos tanto tiempo juntas que, por las tomas de aire previas a la entonación de las palabras, éramos capaces de reconocer cuándo algo iba a ser sarcasmo, broma o… muy muy malo.


—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Por las buenas o por las malas? ¿Quieres que te lo diga con tacto o a dolor?


Antes de que se respondiera ella solita, ya me había mareado.


—¡Di lo que tengas que decir, pero dilo ya!


—Vale. —Tragó saliva—. La sortija no está en su vitrina.


—Acabo de quitármela y dársela a una de las chicas encargadas del atrezo. Estará al llegar —expliqué, con la inocencia que me otorgaba no saber todo lo que se me venía encima.


—No me he explicado bien —aclaró—. Todo lo que has llevado puesto para el rodaje está aquí, incluido el rubí.


Intenté respirar con más calma mientras la escuchaba, aunque el tono seguía siendo el mismo y mi rapidez mental no estaba siendo todo lo ágil que requería que fuese. No me enteraba de nada.


—¿Entonces…?


—Entonces… pues… que el que está, y supongo que has llevado toda la mañana en el dedo, no es el original. Es una réplica.


Me estremecí al sentir una bofetada del aire, creo que hasta me encogí en la silla por la impresión.


—No puede ser.


«No puede ser», me repetí.


Simulando normalidad, me levanté de la silla. César me miraba interrogante. Sentí como el color abandonaba mi rostro y el flujo sanguíneo se ralentizaba. Mis ojos lo veían todo borroso, me estaba mareando. Iba a desplomarme de la impresión. O vomitar. O sufrir un ataque de ansiedad. O todo a la vez sin orden ni concierto.


Salí trotando de la cafetería sin despedirme y me dirigí al ascensor. Al rato, me di cuenta de que, con las prisas, había olvidado el bolso en el respaldo de la silla, y que el móvil que llevaba pegado a la oreja era el de César. Sin embargo, no hice amago de rectificar mi error ni de recuperar mi bolso. De hacerlo, César se habría coscado de todo y no podía permitírmelo. Nuestras competiciones internas nos prohibían dejar a la vista del otro nuestras cagadas y la mía estaba a punto de ser épica. Claro que, por mi reacción y su gran capacidad para darle forma a los detalles, no tardaría en darse cuenta él solito.


—Vale, piensa… —pedí, aguantando las náuseas—. Puede que la hayamos confundido y por error esté en uno de los paquetes, ¿no? —Silencio eterno—. ¡¡Bárbara, di algo!!


—Esa es otra de las malas. —Otro silencio—. Creo que la mayoría de paquetes ya han sido enviados a sus destinos.


 


2.La solución

Empecé recorriendo mi despacho de un lado a otro hasta tener ampollas en los pies a la espera de noticias del equipo de búsqueda. Y, cuando digo equipo, me refiero únicamente a Bárbara. En mi estado, yo no era de gran ayuda. Luego, adopté un estado de momificación permanente en el que las únicas órdenes recibidas por el de arriba no superaron respirar y a duras penas parpadear.

Para cuando procesé la información, mi cerebro ya había encendido la luz de emergencia ante situaciones estresantes. Cuando eso ocurre, mis reflejos cuentan con escasas posibilidades de reacción. Pero, teniendo en cuenta la gravedad del problema, aquel día, se solaparon.


Embotada, salí del despacho acompañada de los mismos pensamientos reiterativos que me torturaban y colapsaban.


Cuatro generaciones de mujeres habían llevado en su dedo anular esa sortija como anillo de compromiso. Nadie con un poco de sentido común pasaría por alto que su valor sentimental se sobreponía a cualquier otro. Nadie que estuviera en sus cabales la perdería de vista. Y lo hice. Todo. Yo. La misma mujer que tenía que honrar todas las historias sucedidas en cada línea del tiempo desde que vio la luz y comenzó a cumplir su cometido. Miles de recuerdos, de encuentros y desencuentros quedaron extraviados por un descuido. Mío. Suerte que no conocía personalmente a ningún miembro de la familia porque, conociéndome, sus caras de decepción me habrían perseguido hasta el fin de mis días.


Por el camino, varias personas miraron mis pies con cara de confusión. Andar con calzado alto nunca me supuso un problema; sin embargo, en algún momento, sentí vértigo por la distancia con el suelo y me deshice de los zapatos, sin dudar en continuar mi maratón descalza. Estaba más cómoda, sí, aunque ese alivio no consiguió que fuera más sencillo sobrellevar la carga que me suponía encarar cada par de ojos que se clavaba en mí durante el trayecto. La sensación de que cada persona con la que me cruzaba intuía que otra vez había hecho de las mías me carcomía, y activaba el bucle de lamentos que no llevarían a ninguna parte si el puñetero rubí no aparecía.


Entré en el baño y abrí un grifo. Deseé derretirme y fundirme con el chorro hasta desaparecer por el desagüe con la misma facilidad que lo hacía él. Me humedecí la cara. El contraste de temperatura me espabiló y relajó, hasta que un carraspeo seco y grave atrajo mi atención en su dirección y volví a ponerme alerta.


Desde que entré, había estado tan concentrada en ignorar cualquier estímulo externo que pasé por alto uno bastante importante. De carne y hueso, metro ochenta y muchos y rubio, para más señas. Mi alucinación matutina, mi manzana.


—Hola —me saludó su ronca y poco aterciopelada voz.


Los músculos de mi cara adoptaron una posición en la que fue sencillo adivinar lo desubicada que me sentía. No estaba delirando, existía. La prueba era el medio metro que nos separaba y la combinación de salvia con azahar de su perfume. Era imposible tener una alucinación tan completa y atractiva. Mi mente no podía permitirse crear tantos detalles, estando más ida que lúcida.


Desvíe la mirada a sus ocupadas manos. Con tranquilidad, hacía amago de subirse la bragueta. Acción que no pasó desapercibida por mis curiosos ojitos. Acción que examiné a conciencia y con la que me hice una idea de la envergadura de lo que intentaba esconder. Hecho que dejó patente que, por más que la forzara, esa cremallera no iba a subir; era imposible que semejante bulto entrara en un espacio tan ridículamente pequeño.


Absorta en cada uno de sus movimientos, me olvidé de que el estrechísimo vestido tenía un límite de carne que podía soportar en su interior, que no tardó en rebosar, conforme me deslizaba a cámara lenta hasta el suelo con la espalda recostada en la pared más cercana. El desgarro de la falda fue casi limpio, aunque mis voluptuosos muslos no se vieron muy favorecidos tras ser liberados de la opresión de la tela. ¿Una morcilla con confeti alrededor? Pues igual.


Una vez solventado su problema, torció el gesto y tomó asiento, apoyando el trasero en sus talones, mientras mis manos y piernas peleaban por encontrar una posición cómoda y que no diera pie a otra rotura que lamentar en la falda. Ruborizada, enterré la cara entre mis manos y, ni así, sus ojos se separaron de mí.


—¿Estás bien? —preguntó, casi en susurros.


Viendo que no me movía, se acercó despacio y, con delicadeza, apartó los mechones que caían delante de mi cara, soplando a poca distancia de mis mejillas. Paseó su mirada desde mi cuello al escote y, cuando fui consciente, me abracé y lo oculté de su inspección.


—¿Qué haces aquí? ¿No tienes un baño asignado a tu sexo? —conseguí balbucear.


—Según el cartelito de la entrada, eres tú la que no tiene claro su sexo.


«Confirmado: soy gilipollas».


El rubor de la humillación me arrebolaba las mejillas y, a pesar de soltar una carcajada amarga en un intento de suavizar el ridículo de la escena, me desmoroné y, sin ocultarme, rompí a llorar. A pulmón abierto, como si el cielo cayera y mis lágrimas fueran capaces de tapar las fisuras. Lloré con tal intensidad que fui incapaz de tomar aire y tragar al mismo tiempo. Me ahogué unos segundos y me atraganté en los siguientes, hasta que él apoyó su barbilla sobre mi cabeza, aspiró mi olor y me rodeó. Simulando un abrazo, aunque a una distancia prudente. No estoy muy segura del porqué de aquella necesidad repentina, pero deseaba enterrar mi cara en su pecho y permanecer así todo el tiempo que él me lo permitiera. Tan solo necesitaba que alguien me dijera que mis cagadas tenían arreglo. Y por alguna extraña conexión, aquel día y en ese instante, la única persona que me calmaría y quería que lo hiciese fue él. Quería que aquel desconocido expresara, de cualquier forma, que todo volvería a estar bien.


—Lo he perdido… —confesé entre hipidos—. Juro por Dios que no quería…


—Tranquila, todo irá bien.


La caricia de dos ojos entrecerrados mirándome con ternura en medio del silencio. Sus dedos paseando por la piel desnuda de mi muñeca hasta el hombro y, pocos segundos después, del hombro a la muñeca. Giré la cabeza para que no me viera apretar los ojos y morderme el labio. La calma me ponía nerviosa, mucho. En la quietud no sé desenvolverme, me da por balbucear cosas que no tienen sentido y la falta de coherencia resalta. Pero la electricidad que me transmitió fue tan fuerte, y su roce me dijo tantas cosas que las lágrimas, que segundos antes perforaban la piel que dejaban atrás, se secaron. Y yo, que soy mujer de ladrar a todas horas, acababa de quedarme en blanco sin saber qué decir. Como si se me hubieran agotado las pilas. Como si sus palabras me hubieran tranquilizado y de verdad todo fuera a salir bien.


—Tu cintura —dijo de golpe.


—¿Qué?


—Está vibrando.


Saqué el móvil de la riñonera que hacía las veces de bolso cuando llevaba prendas sin bolsillos. La imagen de Bárbara en la pantalla me dedicaba una peineta. Descolgué, atacada, y rogué a todos los seres celestiales del universo que el rubí hubiera aparecido y pudiéramos pasar los siguientes días riendo al recordar la anécdota.


—Vale, tenemos un problema. Mueve tus preciosas nalgas de Swarovski hasta el despacho, ¡¡ya!! —gritó, sin darme tregua a saludar.


Avergonzada y cabizbaja, me levanté del suelo y lo miré.


—No has visto nada —le advertí con el dedo a pocos centímetros de su nariz—. No soy una quejica, no lloro. Jamás. —Él torció la boca y esbozó media sonrisa—. No me he ganado un nombre con lamentaciones.


«¿Qué nombre, insensata?».


—Sé quién eres.


—Bien.


—Bien —repitió, aguantándose la risa.


«¿Por qué nadie me toma en serio?».


Al llegar, crucé la puerta igual que un huracán. Bárbara, mujer tranquila donde las haya, preparaba una cafetera sin mostrar signo alguno de nerviosismo. Le di un segundo, dos…


—¿Eso es sal?


—Efectivamente.


El estrés nos vuelve imbéciles.


—¿Estás echando sal a la cafetera? —Se encogió de hombros, despreocupada—. ¿A nuestra cafetera?


—El gilipollas de tu hermano le ha echado algo picante a mis natillas; debajo de la galleta, ¿te lo puedes creer?


Las aletas de la nariz se me abrieron de par en par y me obligué a contar hasta diez.


—Me pilló esta mañana jodiéndole la cafetera y me la ha devuelto.


—Te pilló.


—Sí, y es lo bastante listo como para no beber más de la suya. Pero no para olerse que la nuestra también…


¿He dicho que la paciencia tampoco es una de mis virtudes?


—A ver si lo entiendo: ¿nos obligas a ir tres plantas más abajo a por café, porque mi hermano y tú tenéis la edad mental de un niño de tres años? Bárbara, estoy a esto —junté el índice con el pulgar— de ir a buscar un camello de cicuta, ¿podemos centrarnos, por favor?


Sonrió con cautela y se sentó en mi sillón.


—La parte buena es que he conseguido que se paralizara el envío de paquetes hasta revisarlos uno por uno —explicó.


—¿Y?


—No está.


—¿¡Cómo que no está!?¿¡Y me lo dices así de tranquila!?


—Porque… esos son cuarenta y siete paquetes, sin contar los cincuenta que todavía no teníamos preparados. Lo que significa que todavía hay tres que no hemos mirado.


—Vale, entonces, ¿a qué esperamos? Vamos ya…


—No es tan sencillo —interrumpió—. Por alguna razón, fueron enviados antes, y puede que estén en manos de sus dueñas. Y a Dios gracias que se nos ocurrió preparar los paquetes personalmente; si no, a saber dónde estarían ahora el resto. —Se levantó de mi sillón—. No obstante, tenemos un poco más de margen para encontrarlo. Joel Jurado…


—¿Joel?


—El hermano del novio, creo —aclaró—. Ha tenido una reunión con tu padre. Quieren retrasar el compromiso, al parecer.


—¿No se supone que fue ayer cuando el novio estuvo aquí para hablar con mi padre?


—Sí, y no hubo novedades. Al menos hasta que su hermano ha demostrado lo contrario con su inesperada visita de hoy…


―¿Lo has visto?


—Por suerte, ni a él ni a tu padre…


—¿Y…?


—Pues… por lo que he podido sonsacarle a la secretaría de César, lo más probable es que tu padre también retrase la fiesta del aniversario.


Levanté una ceja, incrédula. Mi padre no era de los que cambiaba algo que ya estaba casi organizado.


—He pensado lo mismo que tú —dijo, dando voz a mis pensamientos—. Supongo que la amistad con su padre es lo bastante estrecha como para ser un poco flexible.


—¡Sí, a la vejez!


—La otra mala…


—¿Qué pasa?—pregunté, desconcertada al verla palidecer y hacer espasmos con la cabeza.


Me giré y vi a mi hermano sentado plácidamente en el sofá de la entrada con las palmas abiertas detrás de su cabeza, la frente arrugada y una sonrisa bastante cínica. Justo la que esbozaba siempre que estaba a punto de llegar a su límite de tolerancia –ya de por sí, casi inexistente– y empezar a lanzar graznidos.


«Me cagüen mi estampa», maldije.


Otra cosa que no había visto.


Si queréis ser discretos con algo, aseguraos bien de que no hay nadie que no deba saber más de la cuenta cerca cuando te pongas a dar detalles, he avisado.


—Mi hermano acaba de enterarse —afirmé.


Y, efectivamente, César comenzó a refunfuñar al mismo tiempo que yo apretaba los ojos y aguantaba la respiración. No sé cuánto tiempo estuve abstraída, a la vez que sus reclamos pasaban por mis oídos como por un vendaval sordo, pero…


—Tengo un plan —grité, mirándolos por turnos.


Mi hermano dejó el monólogo, se incorporó y se estiró su inmaculada camisa blanca antes de colocarse bien la chaqueta de uno de sus habituales e insulsos trajes gris marengo, seguido de un tirón del nudo de la corbata, la cual quedó a dos milímetros de asfixiarlo.


Bárbara, por el contrario, volvió a tomar asiento en mi sillón. Compartieron una mirada cómplice, César resopló y ella suspiró antes de añadir al unísono:


—¿¿No estarás pensando en…??


«¡Mierda, me conocen tan bien…!».


—Olvídalo. ¡Ya! —Ese fue mi hermano.


Aun así, estaba a punto de decir la chorrada más gorda y disparatada que se me había ocurrido en toda mi vida y tú de entender por qué casi nadie me tomaba en serio.


—Reserva un billete para cada destino de esas tres cajas —le pedí a Bárbara—. Yo misma iré a buscar el rubí.


Continuará…


 Pues hasta aquí el adelanto de Tengo un plan ( guiño, guiño) ¿ Qué os aparecido? ¿Hay ganas de seguir leyendo? Contadme.


Para almas despistadas, os recuerdo que saldrá a la venta el 30 de marzo y que podéis reservar en Amazon. Allí encontraréis la sinopsis y todos los datos de interés.


Posdata: perdón por las “no sangrías”, pero el blog y yo no nos entendemos muy bien…

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Published on March 13, 2018 08:18

May 5, 2017

Mis novelas

Sinopsis[image error]


Tras años evitando hacerlo, Simon no puede seguir posponiendo volver a su pueblo natal. Lo que  no imagina es que, una vez allí, Robert, un niño de seis años, le haga buscar razones para quedarse… Bueno, y Vega, pero…


Vega es todo lo contrario, tan solo una promesa la retiene. Por ello, no tiene interés en entablar relación con nadie, mucho menos con el nuevo amigo de su hermano pequeño, a quien también acaba de conocer.


Dos personas que, a priori, no tienen nada en común:


Simon le sonríe a la oscuridad, mientras Vega se esconde de las estrellas.


Simon se empeña en conservar lo poco o mucho que le queda,  Vega evita tener algo que implique luchar.


Nos descubren su historia. Una historia sobre encontrarnos cuando, por fin; esas personas, sentimientos y cosas que no buscábamos, llenan ese pedazo en el mundo que nos corresponde sin que lo supiéramos. Sobre cómo querer y dejar que te quieran. Sobre dejar de buscar razones para perdonar a los demás y a uno mismo, y hacerlo sin más.


«Y gracias a él, he comprendido, que para encontrar tu lugar en el mundo; primero hay que llenar un rincón, hacerlo tuyo y dejar un trocito de ti, para que nunca, nunca, se te olvide dónde está, ni desees irte »


Podrás encontrarla en Amazon . Disponible en ebook, papel y Kindle Unlimited.

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Published on May 05, 2017 05:58

Sinopsis
Tras años evitando hacerlo, Simon no puede segui...

Sinopsis[image error]


Tras años evitando hacerlo, Simon no puede seguir posponiendo volver a su pueblo natal. Lo que  no imagina es que, una vez allí, Robert, un niño de seis años, le haga buscar razones para quedarse… Bueno, y Vega, pero…


Vega es todo lo contrario, tan solo una promesa la retiene. Por ello, no tiene interés en entablar relación con nadie, mucho menos con el nuevo amigo de su hermano pequeño, a quien también acaba de conocer.


Dos personas que, a priori, no tienen nada en común:


Simon le sonríe a la oscuridad, mientras Vega se esconde de las estrellas.


Simon se empeña en conservar lo poco o mucho que le queda,  Vega evita tener algo que implique luchar.


Nos descubren su historia. Una historia sobre encontrarnos cuando, por fin; esas personas, sentimientos y cosas que no buscábamos, llenan ese pedazo en el mundo que nos corresponde sin que lo supiéramos. Sobre cómo querer y dejar que te quieran. Sobre dejar de buscar razones para perdonar a los demás y a uno mismo, y hacerlo sin más.


«Y gracias a él, he comprendido, que para encontrar tu lugar en el mundo; primero hay que llenar un rincón, hacerlo tuyo y dejar un trocito de ti, para que nunca, nunca, se te olvide dónde está, ni desees irte »


Podrás encontrarla en Amazon . Disponible en ebook, papel y Kindle Unlimited.


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Published on May 05, 2017 05:58

April 23, 2017

REGALO POR EL DÍA DEL LIBRO

No se me ha ocurrido mejor excusa que hoy,un día tan especial para todos los que amamos a los libros, para escribir la primera entrada de este rincón y que, además, sea presentando a los que en una semana ya no serán solo mis chicos. Espero que disfrutéis del primer capítulo de Nuestro Caos y os animéis a conocerla historia completa. ¡Feliz día del libro!


Capítulo 1

Simon

Desde hace rato, el rugir del viento no cesa en aspaventarme el sueño, pero estoy tan atontado que; me coloco bocabajo, cubro mi cabeza con la almohada y aprieto los ojos en un amago de poder ignorar el ruido exterior y continuar durmiendo. Necesito silencio y oscuridad para poder hacerlo, lo cual, no es precisamente sencillo en un lugar donde las únicas persianas son retazos de madera, tapiando las ventanas sin mucho refinamiento en el acabado.

Siento algo frío traspasar la tela de la sábana, acto reflejo, salto del colchón y me pongo los primeros pantalones que pillo, lanzando maldiciones a las jodidas goteras sin perder tiempo en abrocharme el cinturón. No estoy muy seguro de cuantas me han caído en la cara a lo largo de la noche. Y me encantaría levantarme algún día de buen humor, aunque está claro que, con la bienvenida que me da el entorno, es prácticamente imposible. Salgo descalzo y, lo cierto, es que no sé ni cómo me atrevo. La única fuente de luz artificial cercana es una lamparita de acampada que dura mientras le das a la manivela. Además, mi memoria espacial recién levantado, es demasiado retardada como para salir de mi dormitorio sin tropezar, con tanto polvo y mierda contenida en las incontables cajas dispersas de forma irregular por la estancia.

Saco los escalones de la buhardilla y bajo con cuidado. Escucho un leve trasteo en el piso bajo, pero no me exalto y, aunque tengo serias dudas de que el abuelo duerma alguna vez, según mi reloj, es demasiado temprano incluso para recibir una visita suya. Suelo estar perdido entre los días del calendario, no obstante, atando cabos y analizando el modus operandi de mis habituales visitas, no me es complicado adivinar de quién se trata.

Así pues, con despreocupada lentitud, continúo avanzando en dirección a la cocina improvisada que tengo montada en el antiguo almacén de la barbería, y si mi olfato no falla, Rob ha conseguido cogerle el truco a la cafetera. No estoy muy convencido de que ese sea su nombre real, pero sabiendo que es una de las pocas cosas que me ha contado sobre él desde que viene cada sábado a darme la tabarra a la luz del alba, seguiré llamándolo así hasta que algo me indique lo contrario.

―¡Tu cafetera es una mierda! ―espeta en cuanto cruzo el quicio de la puerta―. Deberías plantearte comprar otra, no mejor, tan solo otra que no deje un gusto a requemado al café.

No me sobresalto al verlo, porque como ya he dicho, sus visitas empiezan a ser rutinarias. Lo que por más vueltas que le dé, no consigo resolver, es al cómo y por dónde se cuela exactamente. La semana pasada revisé a conciencia una a una cada ventana y no hay ninguna tablilla suelta, ni hueco lo bastante holgado, como para poder entrar por él. Cómo opción más remota pensé en que mi abuelo le hubiera dado llave, pero la deseché poco después de bregar abriéndola yo. Y si es pesada para mí, para él es algo difícil de conseguir.

―Buenos días a ti también, enano ―saludo con sarcasmo―. Deberías cuidar un poco tu lenguaje, dicen que ayuda al descanso de las muelas.

Levanta una ceja, poniendo cara de no haberme entendido. Claro que, teniendo en cuenta que como mucho tendrá seis años, saber con seguridad qué dobles sentidos comprende y cuáles no, es dejar trabajar a la intuición.

―No estoy muy puesto en nutrición infantil, pero dudo que tu madre apruebe un desayuno como ese ―digo sin ser capaz de quitarle la taza de las manos.

No voy a contaros como de desarrollado está mi sentido paternal, porque a mis veinticuatro años, es la primera vez que me planteo si mis ganas de darle dos patadas en el trasero se deben a la ausencia de él, o es más bien personal. Inspiro hondo y expulso el aire sin alterarme. Para medir poco más de un metro, toca los cojones que da gusto y tiene la lengua más descansada que yo en cualquiera de mis días malos. A veces me pregunto dónde narices ha podido aprender algunas cosas. La única explicación plausible que se me ocurre es que, en realidad, es un viejo escondido en el cuerpo de un niño.

―¿Por qué vives todavía aquí? ―pregunta, esbozando un gesto de asco tras darle un trago largo al café―. La semana pasada dijiste que habías encontrado algo habitable.

―Sí, lo recuerdo, eso y un: «Esto no es lugar para críos». No está bien colarse en… lo que sea esto para mí ahora. Además, no deberías fiarte de desconocidos.

―El señor Patrick ―empieza a decir como cada vez que se refiere a mi abuelo― no es un desconocido. Él te quiere y tampoco entiende por qué estás durmiendo aquí, teniendo una casa decente para hacerlo.

¡Papagayo! Esas palabras que bien podría salir de él, son una extensión del martilleo repetitivo de los monólogos del abuelo sobre su tema favorito; yo. Y por mucho que finja tener amnesia, él sí sabe por qué duermo aquí y no en casa.

―Si no esperabas encontrarme aquí, ¿por qué has vuelto a venir? ―Continúo con su juego.

―Tu bicicleta. Estaba en la puerta.

Medito su respuesta. Puede que la barbería o lo que queda de ella, le pille de camino a casa del abuelo. Normalmente soy cauto con las preguntas que le hago, porque con asombrosa maestría desvía la conversación hacia otros derroteros si no quiere revelar la respuesta.

―¿La barbería te coge de camino a casa de mi abuelo?

―¿Esto era una barbería? ¿Qué es una barbería?

¿Me entendéis un poco?

―Algo así, como una peluquería para hombres ―resumo con rapidez―. ¿Te has terminado el café? ―pregunto, con la camisa a medio abrochar y la bufanda sobrepuesta.

―¿Ya estás con las prisas?

―Remitiéndome a tus palabras de la semana pasada: «No vienes a verme a mí, sino al señor Patrick» ―aclaro, imitando su tono―. Así que, arreando. Tengo cosas que hacer.

―¿Buscar un sitio dónde vivir?

―Por ejemplo.

Nunca he sido hombre de multitudes. Tengo amigos, por supuesto, aunque no de encontrarme con ellos cada día, ni relatarnos con pelos y señales cada eventualidad de nuestra rutina. Nos cernimos a lo destacable, fuera de esa línea, hacemos lo de cualquier grupo de chavales; beber cerveza e intentar meternos en la cama de cualquiera que se preste, cuando nuestras recién despegadas carreras profesionales nos lo permiten. A parte de eso, prefiero los momentos de soledad. Estos me ayudan a centrarme. Mi objetivo es convencer al abuelo para que venga a vivir a Nueva York, y una vez allí, abrir mi estudio de fisioterapia y evolucionar profesionalmente. Pero lejos de lo que pude creer cuando decidí venir; ni está siendo tan sencillo convencer al abuelo ni tan complicado adaptarme. Lo primero, lo tenía claro. Lo segundo, me desconcierta, pues nunca pensé que, conforme avanzara zambullido entre días, aparecerían dudas. Dudas sobre olvidar el plan inicial y empezar a barajar la posibilidad de quedarme.

Tal vez, la soledad de estos meses empiece a hacer mella o, simplemente, algunas partes de mi han ido madurado sin que fuera consciente de ello. De cualquier modo, no me avergüenza reconocer cuanto me alegra que el pequeño entre por donde sea a animarme las mañanas de los sábados, y menos todavía, que sea una de las razones por las que esas dudas estén acampando tan anchas en mis ideas. Porque lo hace. Hay ruido cuando él está, ruido que despierta algo en mí. Ternura. Esperanza.

Es probable que el motivo sea que me recuerde un poco a mí. Es curioso cómo podemos ver nuestro reflejo en otras personas, incluso en etapas en las que somos incapaces de desnudarnos nosotros mismos frente a un espejo.


Cinco minutos después, caminamos a casa del abuelo. Se encuentra un par de calles más delante de la barbería, pero el trayecto me permite hacer hipótesis sobre quien es realmente Rob.

Nuestras conversaciones no suelen ser muy extensas. Se resumen a preguntas triviales sobre nosotros mismos, que nos dedicamos a esquivar la mayor parte del tiempo. A cualquier persona con dos dedos de frente le puede resultar poco creíble que un niño tenga que zafarse de las preguntas de un adulto. Al revés podría contestarle cualquier pantomima y él no sabría si estoy mintiendo o no, porque no me conoce. En teoría. Porque sabe cuándo no estoy siendo sincero y sus opiniones me importan. Lo considero un amigo, especial, por la evidente diferencia de edad entre ambos. Pero, básicamente, cumple las funciones de un amigo. Incordia, apoya y… Sí, todo eso está incluido en una personita que apenas sobrepasa la altura de mi cadera, y créeme, es mucho más de lo que a menudo estamos dispuestos a dar los adultos. Sobre todo, porque lo hace con el cariño y la inocencia que le otorga su aparente falta de experiencia con las personas.

―¿Sabe tu madre que sales tan temprano de casa?

Sin aflojar el paso, se encoge de hombros, mirando al frente.

―No tiene ni idea, ¿cierto?

Suspira, asegurándose de que lo he oído.

―Mamá estaba en una de sus guardias, es enfermera, ¿sabes? Ni siquiera habrá llegado a casa. ―Paro en seco, instándolo a imitarme―. Tranquilo, he dejado una nota para informar que estoy con el señor Patrick…

Alzo una ceja interrogante; ahora soy yo quien no sabe si eso es bueno o malo.

―Además, Lily está ocupada con los exámenes. Seguro que anoche se quedó estudiando hasta tarde y…

―¿Quién demonios es Lily? ―interrumpo.

―Mi niñera.

―Tu niñera ―repito.

―Sí, me cuida siempre que mamá no está, aunque a veces olvida que tiene que hacerlo. ―Toma aire y lo expulsa con pesadez―. No me importa, tiene mucha presión…

―¿Tiene mucha presión? ―alzo la voz―. ¿Tu madre te deja con una niñera fantasma, y tú la defiendes, porque «tiene mucha presión» ?

―Intento ser apático, ¿vale?

―¿No será empático?

―Eso es lo que he dicho.

―¿Dónde narices aprendes tú esas palabrejas?

―De Lily.

―¡Vaya hombre, algo hace bien… !

Sacudo la cabeza y retomo la marcha.

―Es casi psicóloga, la conocí cuando estaba aprendiendo a leer. ―Se rasca la mejilla―. Soy un poco torpe, me cuesta pronunciar algunas letras. Es un asco.

―Sí, debe serlo ―respondo con fingida indiferencia.

―Pero Lily me ayuda a centrarme y me presta sus apuntes para que los lea en voz alta. ―Sonríe orgulloso―. Y cuando no comprendo algo, me explica qué significa. Es divertido.

―Sí, lo es ―repito con la mitad de su emoción.

Al llegar a la entrada de la casa de mi abuelo, Rob tira de la manga de mi abrigo, invitándome a poner un pie más allá del baldosín de la acera, pero mi cuerpo se queda rígido y estático; como siempre que lo intento. Carraspeo y lo miro disimulando, aunque sé que en cuestión de minutos, cada molécula que habita mi cuerpo comenzará a helarse como si estuviera perdido en medio de la nada durante el peor de los inviernos.

―¿No vas a entrar? ―pregunta.

Niego en silencio, mientras le desordeno el pelo.

―El señor Patrick dijo que esta semana haríamos un comedero para pájaros. ―Sonrío al ver su emoción―. ¿Estás seguro de no querer ayudarnos?

―Ya me gustaría ―digo, declinando la ostentosa oferta―. Tengo una casa que encontrar, ¿recuerdas?

―La semana pasada dijiste lo mismo y no cumpliste tu palabra.

Bizqueo. ¿Cómo es posible que me deje amedrentar por una criatura de seis años?

―Está bien… ―Suelto una carcajada―. Entraré por detrás.

―¿Por qué?

Lo miro el ceño fruncido, gesto que favorece a que desista de su criba de preguntas interminables y camine detrás de mí en el rodeo de la fachada para entrar. Él no se imagina una vigésima parte lo que me supone cruzar con éxito hasta el patio trasero. Mientras intento averiguar si es por la decisión en sí o por lo precipitado de la misma, mi cuerpo va saliendo de la corta hibernación que había comenzado, reemplazándola por una extraña sensación de calor.

―¡Hombre, mira quién ha venido! ―dice mi abuelo.

Después de abrazarlo, nos mira por turnos. Verme en el jardín lo ha cogido por sorpresa; más que a mí, si eso es posible. Intuyo que está deseando soltar algún comentario de los suyos y, aunque prefiere centrar su atención en Rob, no disimula al preguntarme con la mirada si estoy bien cada pocos segundos.

En realidad, es algo que no podría describir con claridad. Esta casa despierta las pesadillas más enterradas en el fondo de mi alma y revive los peores recuerdos de mi vida. Al margen de eso, paso el rato como puedo y muestro con la mayor naturalidad posible, sin detenerme a observar los posibles cambios desde la última vez que estuve en estos mismos metros cuadrados. Tomo aliento que no me cabe en los pulmones y fuerzo a mis extremidades a que abandonen el hormigueo de angustia que las recorre. El abuelo parece tener más color que el día anterior. Se le da bien fingir que está al cien por cien. Pero un infarto no es algo que haya que tomarse a la ligera, así que, por más que proteste, me aseguro de no darle sobresaltos y tome su medicación.

La mañana transcurre volando, y a pesar de que no participio directamente en su trabajo de manualidades, sí que lo hago en la conversación entre ellos, esforzándome por entender el vínculo que los une o algún dato personal del pequeño. Al no lograrlo, desisto y empiezo a hacerme a la idea de que si quiero saber algo más de él, tendré que esperar paciente hasta que quiera contármelo. Sin presiones, ni prisa.

―Es hora de irnos, colega, tu queridísima Lily debe estar preocupada por ti ―sugiero a la hora de almorzar.

Decepcionado asiente y obedece, yendo por su abrigo. Se despide del abuelo y quedan para mañana. Lo que significa que también tendré despertador a domicilio.

Al salir, también por el jardín, se queda pasmado mirándome.

―¿Qué?

―Hasta mañana ―dice antes de echarse a correr. No estoy seguro del por qué, pero hago lo mismo hasta llegar a su espalda. Frena y toma aire.

―¿Qué pasa?

―Voy a acompañarte a tu casa, colega. ―Me mira reflexivo―. ¿Te parece bien? ―Asiente sonriendo, mientras se pone en camino.

Sin querer, yo también lo hago. Me alegra que poco a poco, mi pequeño amigo me deje entrar en su vida. Sonrío y miro a mi espalda por encima del hombro, quizá, con él en la mía, mis fantasmas no me atosiguen con tanta dureza como hasta ahora, e incluso que se despidan de mí para siempre.


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¡Feliz domingo![image error][image error]


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Published on April 23, 2017 06:56