Mayte Blasco's Blog, page 27

December 24, 2015

El jilguero, de Donna Tartt

Dicen que Donna Tartt tardó diez años en escribir El jilguero. Dicen, junto a algunos de los libros de Jonathan Franzen, que se trata de una de las primeras obras maestras del siglo XXI o, al menos, una de las grandes novelas americanas de nuestro siglo. Como siempre, yo que no soy ninguna devota de los ganadores del Pulitzer ni de ningún otro premio por mucho que la comunidad  literaria se haya puesto de acuerdo para encumbrarlo hasta lo más alto, decidí leer este libro simplemente porque contiene algunos de los ingredientes que suelen cautivarme en las novelas que más me gustan. Y bueno, quizás también me dejé llevar por algunas buenas críticas que fui leyendo aquí y allá.


La novela trata sobre la peripecia vital de un chaval que tiene la mala fortuna de sufrir, junto a otras víctimas, un ataque terrorista. No sabemos quién o quiénes son los autores del atentado y ésta es, desde mi punto de vista, una carencia argumental del libro. La bomba explota en un conocido museo de Nueva York justo en el momento en el que su madre y él visitan una exposición. El atentado marca para siempre la vida de Theo por varios motivos: su madre, que es quien tiene su custodia, muere en la explosión; antes de escapar del museo, Theo asiste a un hombre mayor que yace agonizante en el suelo y, por algún motivo, en medio del desconcierto, Theo sigue las indicaciones del anciano y “salva” uno de los cuadros de la sala en la que se encuentran, el famoso “Jilguero” de Carel Fabritius. A partir de ese momento, acompañamos a Theo a lo largo de más de 1.200 páginas a través de su intensa experiencia vital. Lo especial del argumento es que la vida del protagonista estará marcada durante toda la novela por el vínculo con el cuadro “salvado”, “robado”, “secuestrado” o como quiera que, dependiendo del momento, su propia impresión sobre los hechos le haga juzgar.


Junto a Theo, personaje excelentemente perfilado en su personalidad de joven atormentado por las circunstancias que le han tocado vivir, por la novela discurren otros personajes interesantes, algunos de ellos verdaderamente geniales como es el caso de Boris, el amigo ruso que Theo conoce en Las Vegas y que colabora en gran medida a los giros inesperados que experimenta la obra. Las partes de la novela en las que más me he divertido han sido aquellas en las que aparecía este personaje. Otra de las piezas fundamentales de la novela es Hobie, una figura entrañable que supone para Theo el bote salvavidas al que agarrarse en medio de un mundo que parece haberle abandonado a su suerte.


La novela no se resume simplemente en un buen argumento y unos personajes sólidos, sino que también nos deja reflexiones intensas sobre la vida (o la muerte), aunque no siempre optimistas. De hecho, el libro termina con una larga reflexión final después de un desenlace que quizás no es lo mejor del libro pero que, en cualquier caso, tampoco decepciona.


Sea o no sea una de las grandes novelas contemporáneas, merece la pena leerlo aunque haya que dedicarle un largo tiempo de lectura. Probablemente repetiré con esta autora.


 


 


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Published on December 24, 2015 02:57

December 15, 2015

Las vidas que pudimos vivir (fragmento)

Nunca he estado tan cerca de la muerte a excepción de aquella vez en la playa de A Frouxeira. Fue una larga tarde de verano de aquellas en las que, extraordinariamente, el sol nos acompañaba como un milagro en esa tierra de nubes eternas. Catorce años de cabello rojo aún sin adulterar, pasado breve y futuro incierto, decenas de amigos que en aquel tiempo creía imperecederos, una vieja bicicleta, largas horas en la orilla del mar. Nos habíamos criado casi mecidos entre las olas inmensas de ese mar salvaje. Lo temíamos y lo amábamos a partes iguales, porque quienes habíamos nacido en esa tierra no podíamos sentirnos más orgullosos de nuestro indómito paisaje, pero también habíamos oído o incluso asistido en alguna ocasión al horror de hallar algún cuerpo sin vida arrojado sobre la arena por ese océano que no perdonaba descuidos. Aquel excepcional día de calor y oleaje menos violento de lo habitual nos había despistado. Casi todos se habían marchado ya a sus casas, pues debían de ser más de las nueve y el atardecer caía imparable sobre el mar con su espectáculo de rojos y naranjas tiñendo las aguas de la playa solitaria. Pablo y yo nos quedamos un rato más. Queríamos estar solos, alejados de las miradas jocosas de nuestros amigos y aprovechar la intimidad para jugar a tocarnos bajo el agua y revolcarnos sobre la arena. Pablo quería atraparme y yo quería que lo hiciese, pero antes debía correr tras de mí. Debía sudar un poco previamente a obtener mi piel como recompensa, así que iniciamos una frenética carrera que acabó en el agua. Conocíamos sobradamente la técnica de nadar muy rápido cuando el mar se recogía para después saltar las olas cuando éstas se abalanzaban sobre nosotros en su violento camino hacia la orilla. Pese a lo gran nadadora que era, Pablo me alcanzó. De repente noté su mano agarrando uno de mis pies y no pude evitar soltar un chillido histérico al que luego siguió una risa tonta, la típica carcajada adolescente que sólo es capaz de exhalar esa felicidad específica a medio camino entre la inocencia y la madurez. Pablo me acercó a su cuerpo y me besó. Y pese al pánico terrible en el que más tarde derivó la veraniega jornada, recuerdo aún ese beso como el mejor que jamás haya recibido de ningún hombre. Un beso tan puro y salvaje como el mismo océano que a punto estaba de devorarnos. Porque, sin que nos diéramos cuenta, las olas comenzaron a crecer en cuestión de minutos. Y cuanto más grandes eran, más potente era la fuerza con que el agua nos arrastraba hacia dentro. Cuando advertimos el peligro que se avecinaba, Pablo me agarró de la mano y me instó a nadar hacia la orilla. Tratamos de aprovechar el impulso de las olas y así conseguimos avanzar un buen trecho. Pero, de repente, la vimos aproximarse hacia nosotros. Una ola gigante de varios metros se levantaba como una pared de agua y, a medida que se acercaba, comenzaba a curvarse convirtiéndose en una monstruosa explosión blanca. ¡Por debajo! ¡Por debajo! Pero, pese a que escuché los gritos de Pablo, no fui capaz de sumergirme a tiempo y la ola me atrapó con tal violencia que dejé de existir por un tiempo. Durante unos minutos, no escuché nada. No escuché los gritos de Pablo, quien había conseguido llegar a la orilla y trataba de localizarme inútilmente en medio del infierno líquido. No escuché el ruido del terrible oleaje, que me zarandeaba como a un objeto sin vida abandonado a su suerte en la grotesca tempestad. Estuve largo tiempo debajo del agua. Mis ojos, pese a que estaban abiertos, no veían nada. Y tuve la completa certeza de que, si no lo estaba ya, pronto acabaría muerta. La oscuridad nos había sorprendido tan inesperadamente como lo había hecho la terrible ola. Si no terminé como otro cadáver más varado en la arena a la mañana siguiente, fue porque el destino decidió que a un par de pescadores se les ocurriera acercarse en ese momento a la Frouxeira. Asaltados y alentados por un atemorizado rapaz de catorce años, se lanzaron al agua sin dudarlo y, pese a lo imposible de la hazaña, me encontraron.


Fragmento de “Las vidas que pudimos vivir” (Mayte Blasco)


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Published on December 15, 2015 01:30