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La repetición de los mismos ritos, abrir los ojos, cerrarlos, masticar, tragar, cepillarnos el pelo, lavarnos los dientes, cada acto es un intento por domesticar el tiempo. Un mes, una semana, el largo y ancho de una vida.
Las palabras dejan huellas en su camino y dibujan surcos imposibles de borrar.
La vida tiende a ser así: una gota, una gota, una gota, una gota, y luego nos preguntamos, perplejos, cómo es que estamos empapados.
Son curiosas, las cicatrices. ¿Lo han pensado alguna vez? Son, seguramente, la parte más suave de la piel. A lo mejor eso somos al nacer, no lo había pensado antes: una enorme cicatriz que anticipa las que vendrán.
En ese momento la señora me miró. Ahí estaba su empleada doméstica, testigo principal de su infelicidad. Y a nadie, nunca, le gusta que pongan en duda su felicidad.
Las telas no mienten, no fingen: dónde se gastan, dónde se rompen, dónde se manchan. Hay muchas maneras de hablar. La voz es solo la más sencilla.
Lo que define a una tragedia, dijo la mujer, es que siempre sabemos el final. Desde el principio sabemos que Edipo ha matado a su padre, ha tenido sexo con su madre y que va a quedar ciego. Sin embargo, quién sabe por qué, seguimos leyendo. Seguimos viviendo como si no supiéramos cuál va a ser el final.
si te vas, no te encariñes. No hay que querer a los que mandan. Ellos solo se quieren entre sí.
Claro que la extrañaría. Como se extraña la costumbre hasta que una nueva costumbre la desplaza.

