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Hay un orden en las palabras, no sé si ya se habrán dado cuenta. Causa-consecuencia. Inicio-final. No es posible cualquier orden. Para hablar, cada palabra debe guardar distancia de la anterior, como los niños formados frente a la puerta de la sala de clases. De pequeñas a grandes, de bajas a altas, las palabras exigen una determinada disposición. En el silencio, en cambio, todas las palabras existen a la vez: suaves y ásperas, tibias y frías.
Entre más me callaba más potente se volvía mi presencia, más nítidos mis bordes, más significativos los gestos de mi cara.
Claro que la extrañaría. Como se extraña la costumbre hasta que una nueva costumbre la desplaza.
Y sin palabras no hay un orden, no hay presente ni pasado. No es posible, por ejemplo, preguntar si los objetos nos ven: si los sauces, si los cactus, si los cardenales nos miran o solo nosotros los miramos y les imponemos esos nombres: sauce, cactus, cardenal. Y si desaparecen cuando no hablamos o si el mundo sigue su curso, intacto y mudo.
Lo que no se nombra se puede olvidar y yo ya no quiero nombrarla.

