Sócrates no había respondido a mis esperanzas. Al contrario, había demostrado la superioridad de la felicidad. Una nueva decisión me invadió: había comprobado la futilidad de querer vivir en función de las esperanzas condicionadas de los demás o de mi propio intelecto. De ahora en adelante, elegiría como guerrero cuándo, dónde y cómo pensar y actuar.

