Un hombre llamado Ove
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Él era un hombre en blanco y negro. Y ella era el color. Todo el color de Ove.
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Cuando uno pierde a un ser querido, echa de menos las cosas más extrañas. Las pequeñas cosas. Las sonrisas. La manera que tiene de darse la vuelta en la cama mientras duerme. Y pintar la habitación a su gusto.
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«El que habla poco dice pocas tonterías, eso decía tu padre»,
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«Todos los caminos te conducen a aquello para lo que estás predestinado».
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Pero si alguien le hubiese preguntado, Ove le habría dicho que, antes de ella, él no vivía. Y después de ella, tampoco.
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Dicen que los mejores hombres nacen de sus defectos, y que, por lo general, resultan al final mucho mejores que si no hubieran cometido ningún error»
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Todo hombre debe saber por qué lucha. Eso decían. Y ella luchaba por lo que era bueno. Por los niños que nunca tuvo. Así que Ove luchaba por ella.
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—Y ahora, escúchame —dice Ove tranquilamente mientras cierra la puerta con sumo cuidado—. Has dado a luz dos hijos y estás a punto de soltar un tercero. Te has venido a un país extranjero y, seguramente, has huido de guerras y persecuciones y todo tipo de atrocidades. Has aprendido otra lengua y te has agenciado una profesión y un medio de vida y mantienes unida a una familia de incompetentes. Y que me aspen si te he visto una sola vez tener miedo de nada en este mundo.
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La muerte es una cosa extraordinaria. La gente vive la vida como si no existiera, siendo así que, la mayor parte del tiempo, es la principal razón para vivir.
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Porque el miedo más fiero en relación con la muerte es que nos pase de largo. Y que nos deje aquí solos.