Cuando llega el momento de partir, les besamos las manos y vemos en silencio cómo su silueta noble se disuelve en el horizonte. Emprendemos suavemente el regreso a nuestro propio camino, retomamos nuestro andar. Pero no lo hacemos con las manos vacías. Ya nada se ve igual. No somos los mismos. Volvemos de la frontera transformados y vemos la vida con ojos nuevos. El tiempo deja de ser una garantía, los rencores apropiados o los pesares relevantes. Ya nada es lo mismo.