More on this book
Community
Kindle Notes & Highlights
Pero aquello era una mentira familiar que mis hermanos y yo nos contábamos porque es más digno tener un padre muerto que un padre que no te quiere, y duele menos.
Era más fácil asumir que el destino había sido maldito dejándonos sin padre a revelar que el maldito era mi padre que nos abandonaba.
El hecho es que aquel noviembre de 2016 yo estaba intentando un proceso de adopción como madre soltera. Sí, mi hogar sería parte de la estadística de mexicanos sin padre.
¿Cómo voy a tener una hija o un hijo sin poderle contar siquiera quién es su abuelo?, ¿qué relato familiar voy a hacerle a esa cría?
Todos escribimos la novela de nosotros mismos. Y yo quería que mi novela tuviera un padre y que ese hijo deseado tuviera un abuelo. Sí, señor.
Apostaría con el Diablo que muchos de quienes me leen ahora mismo están haciendo su propio relato, el del padre ausente, desconocido, mitificado.
Según el relato de los números oficiales, en México hay doce millones de hogares sin padre. Unos veintiséis millones de hijos sin padre.
Entonces hice lo que suelo hacer para controlar el pánico: me senté a escribir.
Escribe, dice la voz del inquilino que me habita y que me regala distancia para mirar a través de ella. Y escribí una carta:
Recuerdo bien que, de pequeña, lo que más me impresionaba —o me arrebataba incluso en la historia de Pinocho— era la imagen del niño salvando al adulto, el hijo salvando al padre. También, como Paul Auster, asocié aquello con el relato bíblico de Jonás en el vientre de la ballena. Mi ballena eran treinta años de silencio, de mitos, de verdades a medias. Pero, sobre todo, treinta años de ausencia.
Lo difícil era desentrañar qué de todo lo demás era mentira y recuperar las verdades. Separar el grano de la paja en la historia familiar. Ingenua de mí. Buena suerte a quien decida entregarse a esta oscura faena: la familia es la mentira mejor contada, la más venerada, la que más amamos, el punto ciego de sangre donde todos perdemos perspectiva.
Desde luego, cada vez que mi abuela atisbaba un rasgo, un gesto, un color de piel morena que no le gustara, sentenciaba “eso es del lado de tu papá”. Para mi abuela lo mejor que teníamos venía de ella y de mi madre; lo peor de mi padre y su ascendencia. Viejita cabrona.
Que no nos abandonó, que mi mamá lo corrió una noche atávica en la que regresó más ebrio que nunca y ella le impidió entrar, que él amenazó con llevarse a sus hijos, que mi madre nos alineó a los ocho críos en la entrada de la puerta y le dijo “ahí están, llévatelos”; que entonces él se echó dos pasos para atrás, luego tres, luego treinta años.
Lo que sí es verdad es que mis padres se casaron siendo unos niños. Mi mamá tenía diecisiete años y mi padre diecinueve. Una generación después me resulta increíble que dos personas de esas edades hubieran estado ya obligadas a formar una familia y sobrellevar la paliza que es la vida como responsables de un clan.
Lo cierto es que mi necesidad de recrear el relato tenía un componente infantil, quizá narcisista, algo que en palabras de la criatura de Mary Shelley se vuelve un reclamo del hijo a su padre: Tú eres mi creador, pero yo soy tu dueño.
Meses antes había leído La muerte del padre del noruego Karl Ove Knausgard y había llorado hasta la deshidratación con cada pasaje en que Knausgard describe el sufrimiento de su padre alcohólico; no podía dejar de imaginar al mío viviendo esos trances en solitario.
Pero leyendo a Knausgard lo que más me dolía era que él pudiera describir palmo a palmo a su padre: su cuerpo, sus dimensiones, cada gesto, cada intención en su voz… y que yo tuviera que imaginarlo todo.
¿Terminarán todos los padres abandonados por sus hijos cuando la vejez se vuelve un estorbo, un cúmulo de resentimientos y arrepentimientos? ¿O el abandono es destino de quien abandonó primero?
Al principio intentaba hablar con ellos, interactuar, pronto aprendí que mi curiosidad clasemediera era irrespetuosa, indigna. Y también que pueden ser muy agresivos si no les agradas. La calle no hace gente blanda.