—¿Alguna vez en tu vida fuiste más feliz? —preguntó la señora Wilkins cogiéndola del brazo. —No —dijo la señora Arbuthnot. Nunca lo había sido; ni siquiera en sus primeros días de amor con Frederick. Porque el dolor siempre había estado a mano en aquella otra felicidad, dispuesto a torturarla con dudas, a torturarla incluso con el exceso mismo de su amor; mientras que ésta era la simple felicidad de la completa armonía con el entorno, la felicidad que no pide nada, sólo acepta, sólo respira, sólo es.