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May 18 - May 22, 2022
el acto de escribir es un puro tentar a la suerte; la segunda, lo que la escritura capta no pasa por el tamiz de un yo singular, bien plantado en la vida cotidiana, sino que es veinte personas, o sea, un número al azar para decir: cuando escribo, ni siquiera yo sé quién soy.
escribir es alojarse dentro del propio cerebro, sin dispersarse en las modalidades numerosísimas,
Quien escribe no tiene nombre. Es pura sensibilidad que se alimenta de alfabeto y produce alfabeto en un flujo incontenible.
Desde jovencita me apasiona escribir novelas de amor y traiciones, de arriesgadas indagaciones, de descubrimientos horrendos, de adolescencias descarriadas, de vidas desdichadas que después tienen suerte. Es mi adolescencia de lectora que se ha transformado, sin solución de continuidad, en el prolongado e insatisfecho aprendizaje de autora.
Como todas las personas tímidas y cumplidoras, yo tenía la ambición inconfesada e inconfesable de salirme de las formas dadas y dejar que la escritura desbordase todas las formas.
Para mí, la escritura auténtica no es un gesto elegante, estudiado, sino un acto convulsivo.
En este fragor ordenado-desordenado producto de un yo hecho exclusivamente de palabras —en este fragor que, de fragmento en fragmento, es reconducido a la imagen de una larguísima cadena de animales enjaulados, motivados únicamente por el miedo— me he reconocido un poco.
La escritura hermosa llega a serlo cuando pierde su armonía y posee la fuerza desesperada de lo feo. ¿Y los personajes? Se me antojan falsos cuando muestran una nítida coherencia; me enamoro de ellos cuando dicen una cosa y hacen lo contrario. «Bello es feo y feo es bello», dicen esas extraordinarias narradoras que son las brujas de Macbeth mientras se disponen a alejarse volando en la niebla y el aire inmundo.
Eso que llamamos «vida interior» es un destello constante del cerebro que quiere materializarse en forma de voz, de escritura.