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Pero todo tenía su sentido. Se esperaba —se exigía— que quien presidía la comida «dijera» algo acerca de los alimentos que había sobre la mesa. Debía aclarar su importancia a la luz de la nueva Pascua.
Si el relato evangélico era una hagadá, como yo creía, debía servirnos de guía cada vez que conmemorábamos nuestra nueva Pascua. Había que contar la historia del último Séder de Jesús e imitar lo que hizo.
El evangelista afirma claramente que la Última Cena tiene lugar «el primer día de los Ácimos, cuando sacrificaban el cordero pascual» (Mc 14, 12).
Si Juan está en lo cierto, parece ser que Jesús murió varias horas antes del inicio de las cenas pascuales celebradas en Jerusalén.
Para los seguidores judíos del calendario solar el año de la muerte de Jesús la Pascua cayó en martes, mientras que para los sacerdotes del Templo cayó en el viernes siguiente.
Además, Jaubert señala que la Iglesia primitiva no celebraba la Última Cena la víspera del Viernes Santo, sino el martes anterior.
Quizá por eso los primeros cristianos cuya lengua y cultura eran más próximas a las de Jesús —los que hablaban y escribían en arameo— conservaron el recuerdo de una Pascua celebrada en martes.
Los evangelios recogen que Jesús se sometió a cinco juicios ante cinco jueces diferentes (Anás, Caifás, Herodes, Pilatos y la asamblea del Sanedrín) en cinco lugares distintos:
Cuesta entender cómo pudieron ocurrir tantas cosas en tan pocas horas a partir de la medianoche. Tal y como se presentan, los acontecimientos encajan mucho mejor en el marco temporal comprendido entre el martes y el viernes: el martes la Última Cena, el miércoles los juicios de los judíos, el jueves los juicios de los romanos y el viernes la condena a muerte y la crucifixión[4]. De hecho, esa es la secuencia que aparece en la Didascalia Apostolorum (y esa es la cronología que sugirió el papa Benedicto XVI de un modo convincente en su homilía de la misa de la Cena del Señor el 5 de abril de
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7. No partieron el pan antes de comer, sino durante la comida (una costumbre que se reservaba para la Pascua).
Lo mismo afirma la Iglesia católica. El Catecismo recoge sin ambigüedad el consenso de la antigua tradición exegética: «Al celebrar la Última Cena con sus apóstoles en el transcurso del banquete pascual, Jesús dio su sentido definitivo a la pascua judía» (CCE, 1340).
Fue durante la Pascua cuando a los doce años Jesús se separó de sus padres, quienes lo encontraron después de tres días de búsqueda (Lc 2, 41-46): un presagio evidente de los tres días en el sepulcro.
Cuando la familia de Jesús huyó, se refugió en Egipto; un hecho cuyo fin providente era que Jesús volviera a trazar el camino del Éxodo: «Para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: De Egipto llamé a mi hijo» (Mt 2, 15).
Tanto Moisés como Jesús ayunaron durante cuarenta días (v. Ex 34, 28 y Mt 4, 2) y los dos enunciaron su propia «ley» desde un monte: en el caso de Moisés, los Diez Mandamientos del monte Sinaí; en el de Jesús, el sermón de la montaña. Jesús compara los panes multiplicados con el maná recibido en el desierto (Jn 6, 49). Otro vestigio del Éxodo es la alusión de Jesús a la serpiente de bronce levantada por Moisés, aplicándola a su propia muerte redentora (Jn 3, 14).
Cuando anuncia a Jesús como el «Cordero de Dios», el significado es oscuro, pero contiene dimensiones predictivas y descriptivas que solo se esclarecen una vez narrada la historia completa. Y ese significado aparece perfectamente claro a la luz de la última Pascua de Jesús.
La ley prescribía asar el cordero pascual, y no cocerlo o guisarlo. Algunos intérpretes posteriores añadieron que el cordero no debía asarse sobre espetones de metal. ¿Por qué? Porque entonces la carne quedaría asada a la parrilla por el contacto con el metal y no asada al fuego. Una razón semejante llevaba a los intérpretes a prescribir que los espetones estuvieran hechos de madera de granado, una madera muy seca que impedía que de forma inadvertida la carne del cordero quedara asada o cocida al vapor[1].
San Justino Mártir, un autor del siglo II nacido en Palestina, describía la preparación del sacrificio que los samaritanos seguían ofreciendo en el monte Gerizim y decía que al animal quedaba sujeto por un espetón construido con dos maderas: una a lo largo del espinazo del cordero y la otra cruzando el lomo en horizontal.
Puede que exista cierta semejanza entre la cabeza del cordero rodeada de sus entrañas y la corona de espinas de Jesús (Mt 27, 29; Mc 15, 17; Jn 19, 2)… La similitud entre el cordero con su casco de entrañas y Jesús coronado puede tomarse como una evidencia adicional de la conexión entre ambos[4].