Pero Mefi no estaba buscando rocasabia. Se sentó en el brasero, se puso de cara a la vela y sopló. De su hocico salió una nube de humo semejante a la que se producía al quemar rocasabia. El humo trajo consigo una ráfaga de viento, y luego una brisa de verdad que hinchó la vela y se extendió por su superficie igual que el aceite sobre el agua. Mi barco dio un brusco empujón hacia delante. —¡Mefi! ¡Mefisolu! —Me invadió una intensa alegría que me subió por el cuello y me mareó un poco—. ¿Pero qué eres?