En el tiempo en que me tocó nacer, las señoras como María Gracia se recluían para ocultar la barriga del embarazo a los ojos del mundo, y no amamantaban a su descendencia, era de pésimo gusto. Lo habitual era contratar a una nodriza, una pobre mujer que le quitaba el pecho al hijo propio para alquilárselo a otro crío más afortunado, pero mi padre no permitió que una desconocida entrara a la casa. Podía traer el contagio de la influenza. Resolvieron el problema de mi alimentación con una cabra, que instalaron en el tercer patio.