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En el tiempo en que me tocó nacer, las señoras como María Gracia se recluían para ocultar la barriga del embarazo a los ojos del mundo, y no amamantaban a su descendencia, era de pésimo gusto. Lo habitual era contratar a una nodriza, una pobre mujer que le quitaba el pecho al hijo propio para alquilárselo a otro crío más afortunado, pero mi padre no permitió que una desconocida entrara a la casa. Podía traer el contagio de la influenza. Resolvieron el problema de mi alimentación con una cabra, que instalaron en el tercer patio.
«Nada bueno había antes, y después ha sido peor»,
Teresa decía que si los hombres parieran y tuvieran que aguantar a un marido, el aborto y el divorcio serían sacramentos.
En los periódicos salió que una feminista desquiciada le había tirado un tomate maduro al presidente durante la inauguración de una planta de leche en polvo. Teresa alegaba que ese era un negocio de los americanos para reemplazar el milagro de la leche materna por una basura envasada.
Me habían asegurado que, mientras amamantara a Juan Martín, estaba protegida de otro embarazo, pero resultó ser otra de las patrañas tan difundidas entonces.
el mal de los exiliados, y echar raíces definitivas en el lugar que lo había acogido cuando le falló su patria.
Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Entre ambos hay tiempo para recordar.

