Qué hacer con estos pedazos
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Read between December 30, 2022 - January 4, 2023
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Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida no te va a alcanzar para leerlos todos.
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Por ahí, en algún lugar, deben estar todavía, en esta enorme biblioteca caótica que algún día terminará despedazada, vendida por kilos, con suerte como parte de alguna institución barrial.
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Apenas sus hijos se hicieron adolescentes, él, como tantos varones asustados de evidenciar sus fracturas y desconciertos, tomó distancia de ellos. Más tarde, y durante años, la comunicación fue sólo sobre cosas puntuales, cotidianas.
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Y en el apego del padre, que iba acompañado de pequeñas crueldades que cometía con naturalidad asombrosa y sin ninguna mala conciencia, reconocía esa extraña capacidad que tienen tantos hombres de erigirse como patrones o patriarcas mientras se comportan, sin aparente contradicción, como hijos incapaces.
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Unos años después, mientras agonizaba después de la caída de un caballo, su padre hizo que la llamaran para despedirse. No quiso ir. No fue por quitarme la ayuda que rompí con él, le explicó a Emilia. Fue por disfrazar de amor toda una vida de egoísmo. Y cómo te sentiste cuando te avisaron que murió. Libre. Y muy triste.
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Tantas cosas que dejamos de hacer, pensó esa vez Emilia, recordando a Virginia Woolf, por pereza de cruzar la calle.
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¿Cómo será vivir, se pregunta, cuando ya uno no espera nada de sí mismo?
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A veces la vida en pareja es agotadora, replica esta, la negociación permanente, la lucha por el territorio, la obligación de complacer. Pero la soledad.
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Toda la vida tratando de sostenerse en ese punto de equilibrio que se les exige a todas las mujeres, toda la vida desafiando las miradas que te echan culpas, no sabes cuidarte, estás cada vez más lejos de lo que nos gusta, eres demasiado pequeña, demasiado grande, si sigues así vas a ver, deberías.
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Ya en la casa se sirve un café, pone música, se estira en su sofá descolorido y comienza a leer. Aquí vamos a tropezarnos constantemente con el individuo que envejece —lee— ya sea este hombre o mujer. Poco a poco va entrando en las páginas como en un agua tibia, acogedora, consciente de la transgresión de la huida, de la irresponsabilidad adolescente, del peso de sus piernas y de la levedad de su cabeza, de ese hormigueo maravilloso que la recorre como un orgasmo. El dulce placer de procrastinar.
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«El que envejece se vuelve feo. Feo es aquello que se odia».
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Porque el enamoramiento es un espejismo que no quisiéramos despejar, jamás.
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¿Cuándo el sentimiento que se tuvo por alguien se fusiona con el recuerdo de ese sentimiento, volviéndose una sola cosa? Igor, los amores perdidos, los amores inconclusos, cuyos recuerdos se sacan en momentos de desaliento como amuletos. Tal vez lo único que queda de ellos es esa huella que nos dice que haber amado valió la pena.
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ella encuentra un remate que en realidad es una reflexión para sí misma, una síntesis de lo que viene sintiendo, que se materializa en tan sólo cuatro palabras: qué vida de mierda.
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La muerte no es algo natural, con lo que podamos pactar, piensa Emilia mientras oye los infinitos ruidos de la noche llanera, sino algo ajeno, que nos habla con un lenguaje que no entendemos.
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Se abrazaron, sollozantes, y por unos segundos Emilia tuvo la sensación de que ella y su hermano volvían a ser cercanos, como en la adolescencia, antes de que un ramalazo de lucidez la alertara de que lo más posible es que a partir de ahora se vieran aún mucho menos.