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Kindle Notes & Highlights
Que tal vez fuera la ocasión de salir de muchas cosas, dijo él, y de paso salir de tanto libro que ya leíste o que ya no vas a leer. Emilia
lo miró a los ojos, desafiante, posando de ofendida. A ti qué te van a importar los libros, habría querido decirle. O ¿tú crees que los libros son para leerlos una sola vez?
Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida...
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Se antoja de alguno, lo empieza a leer de manera urgente, para luego dejarlo muchas veces por la mitad. Por aburrición. Por avidez de leer otro. Porque un viaje. Porque en realidad quisiera leerlos todos al mismo tiempo.
Por provenir de esa fuente monetaria, a ella le parecía que tenían algo espurio: pequeños hijos bastardos que había comprado con amor pero sin esfuerzo.
Porque cuando se es pobre da miedo comprar libros: exponerse al fracaso, a la frustración, al arrepentimiento.
Porque no puedo perder horas y horas sólo en despejar territorio, se dice. Con tantos libros por leer. Tantos viajes que hacer. Tantas crónicas que escribir.
En realidad, Emilia desea cada vez menos el mundo de afuera.
porque ella seguía temiendo el carácter de ese padre recalcitrante, a menudo colérico, amigo del orden como todos los que tienen miedo de que el mundo se descarrile.
¿Pero qué es empezar a hacerse vieja? ¿Tener sesenta, setenta?
Al despedirse daba siempre las gracias con un énfasis enternecedor, el de alguien al que le ha sido otorgado un sorbo de verdadera vida en medio de una cotidianidad insípida.
¿Mi papá me pegaba mucho, mamá?
La rivalidad, la envidia y el odio a menudo crean vínculos más fuertes que el amor.
porque a veces puede durar ocho, diez horas, frente al computador. Es para que las ideas no se me escapen. Es que ya cogí el ritmo. Es para mantener el tono. En realidad, aunque Emilia no lo sabe, lo que esas horas le dan es aire y fuego. Oxígeno para que haya combustión en su vida marchita.
Tan desperdiciados sus talentos, tan supeditada a ese marido voluntarioso, que se impacientaba con sus preguntas, que echaba raíces en su viejo sillón mirando la tele, jugando solitario, dormitando, mientras ella se disolvía en las nieblas de la desmemoria.
Pronto aquel pacto tácito había derivado en una cotidianidad áspera y fatigosa, como una pared escoriada por la que hay que trepar cada día hiriéndose las manos.
Y en la persistencia estoica de los dos en un destino en el que la costumbre de los días sin sobresaltos había reemplazado pronto la idea de felicidad.
Y su mundo fue una casa con paredes que la aislaban del mundo. Lo peor, colegía Emilia, que fue testigo durante toda su vida de aquel frenesí de limpieza que llegaba hasta las hojas de las plantas, es que su madre nunca se permitió el desahogo de la rabia, que también le había sido proscrita.
De vez en
cuando Emilia lo oía decir pequeñas mentiras, innecesarias, que ella no se ocupaba de desmentir.
Ella ya no recuerda por qué, pero a veces su corazón se encogía, como cuando era niña y su hermana le gritaba que era adoptada y por eso era tan fea.
El día de la bofetada salió huyendo y jurando no volver a hablarle jamás a su padre, pero no cumplió su palabra porque los lazos familiares son también grilletes.
Y cuántas veces le habría gustado romper con su marido, sobre todo con él, pero le había ganado la inercia, la misma falta de fe en la felicidad que tuvieron sus padres, y un insólito sentido de lo pragmático, que a veces se le antojaba cobardía, a veces egoísmo y a veces puro sentido común, lúcida certeza de que, en efecto, la vida siempre está en otra parte.
Hasta con su hija le habría gustado romper. Pero su hija era otra cosa. Su hija, en su perfección de hielo, era una herida. O, más bien, la cicatriz de una herida que ya no dolía pero que de vez en cuando supuraba, como si algo inflamado latiera debajo de la piel.
Emilia siempre se enamoró de mediocres con discursos intelectuales, de tipos casados, de egoístas divertidos y de atormentados que en un segundo se volvían maltratadores. Con ellos, más tarde o más temprano, sí se atrevió a romper.
Envejecer es renunciar. Dejar atrás. Desinteresarse. Su padre se desprendió primero de la lectura. Después de la música. Y también, cada vez más, de sus largos paseos. Hasta de la religión, en la que parecía creer a ciegas, ahora se ha desentendido.
Por qué, doctor, quiere saber eso, indagó. Porque los creyentes se recuperan mejor, aseveró el médico, como quien enuncia un axioma.
A veces la vida en pareja es agotadora, replica esta, la negociación permanente, la lucha por el territorio, la obligación de complacer. Pero la soledad. No te imaginas lo que puede pesar a veces la soledad.
La lucidez trágica de su padre la estremece, y la hace pensar en que sería mejor que se fuera hundiendo en la neblina de la inconsciencia, como su madre.
Y luego, en silencio, se quedan otro rato viendo a los niños que juegan en el rodadero, acompañados de sus niñeras. También ellos, piensa, algún día serán viejos.
toda la vida desafiando las miradas que te echan culpas, no sabes cuidarte, estás cada vez más lejos de lo que nos gusta, eres demasiado pequeña, demasiado grande, si sigues así vas a ver, deberías.
Cuando viaja sola, en cambio, Emilia se sumerge en la burbuja de su silencio, y no es raro que mientras flota en ella empiecen a brillar hallazgos.
que había entendido de golpe que la muerte repentina es sobre todo irreal, como el sonido de fondo de los silencios nocturnos.
haciéndola sentir a ratos como un muñeco de cuerda que ha extraviado su llave.
Christopher Lee.
¿Y a su marido? Los muchos años juntos parece que los hubieran soldado, convertido en un par de siameses que se necesitan, se quieren, se estorban y se odian.
El amor por Pilar ya no es el sentimiento deslumbrante, lleno de temblores y descubrimientos, que sentía por aquella niña que la abrazaba como si no quisiera perderla. Es el amor desolado del que se despide en un aeropuerto a sabiendas de que la separación va a ser larga.
recuerda esa novela de Nicole Krauss en la que un par de viejos hacen el pacto de tocar el uno la puerta del otro cuando no se encuentren, para asegurarse de que ninguno de ellos ha muerto.
Qué revelaciones sobre el amor les haría con una crueldad deliberada, casi infantil, como cuando su primo le contó que Papá Noel son los papás.
la mayoría de ellos europeos en shorts y sandalias que vienen a intentar entender este país detenido en el tiempo, o a beberse todo el ron del mundo y a intentar conseguir mujeres.
No vuelvas a los lugares donde has sido feliz, es el verso que se le viene a la cabeza a Emilia
La serenidad de la tarde ha dado paso, de repente, a una sordidez insoportable.
Como siempre que está por salir de esos paréntesis que son sus viajes, una nostalgia prematura se mezcla con el deseo de volver.
¿Has pensado en lo que significa no poder cambiar de vida? ¿O que ni siquiera puedas pensar que esa opción existe? No ha acabado de decir esto cuando comprende todo lo que encierra esa frase pronunciada por ella misma.
Pero el padre había expirado el jueves de madrugada porque, según esa ley infalible que Emilia creía haber descubierto, todo el mundo se muere en un momento inoportuno.
Ya. Siempre hay un ya. Cuando cerramos una puerta, cuando damos la vuelta después de una despedida, cuando terminamos un trabajo de horas o meses o años, cuando cae un telón. «La muerte nos hace entender que a partir de cierto momento ya no podemos poder»,

