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A veces basta tirar una piedra sobre un tejado para que una casa se desmorone.
Porque a los veinte, una biblioteca es una ilusión, a los cuarenta un lugar de plenitud y a los sesenta un recordatorio permanente de que la vida no te va a alcanzar para leerlos todos.
Como a su padre, lo que le gusta a Emilia es la paz de lo mismo, pero para que lo mismo le garantice que sea ella la que pueda cambiar, para que su pensamiento pueda estar en movimiento continuo en lo que quiere, para que pueda hundirse como un hurón en la madriguera de sus obsesiones.
La rivalidad, la envidia y el odio a menudo crean vínculos más fuertes que el amor.
El calor que emana de su marido le hace creer que hay un alma cerca. En realidad es lo que está anhelando ahora, exhausta y desolada: eso que llaman alma y que no puede existir sin un cuerpo.
Y en la persistencia estoica de los dos en un destino en el que la costumbre de los días sin sobresaltos había reemplazado pronto la idea de felicidad.
Fue por disfrazar de amor toda una vida de egoísmo.
Tantas cosas que dejamos de hacer, pensó esa vez Emilia, recordando a Virginia Woolf, por pereza de cruzar la calle.
Envejecer es renunciar. Dejar atrás. Desinteresarse.
¿Cómo será vivir, se pregunta, cuando ya uno no espera nada de sí mismo?
Poco a poco va entrando en las páginas como en un agua tibia, acogedora, consciente de la transgresión de la huida, de la irresponsabilidad adolescente, del peso de sus piernas y de la levedad de su cabeza, de ese hormigueo maravilloso que la recorre como un orgasmo. El dulce placer de procrastinar.
Como siempre que está por salir de esos paréntesis que son sus viajes, una nostalgia prematura se mezcla con el deseo de volver.
«La muerte nos hace entender que a partir de cierto momento ya no podemos poder», había leído alguna vez Emilia,
Siempre fue buena para huir, y mala para persistir en la huida. Porque durante mucho tiempo no pudo deshacerse de la otra, de la que quería complacer, de la que sentía lástima, como su hermana, de cualquiera que hiciera un gesto parecido al perdón, de la que ahogaba su sensación de atrapamiento en las burbujas de sus viajes y en la liberación de sus textos, pero que estoicamente regresaba y se reacomodaba en el tibio nido de su desdicha cotidiana.

