En vez de ser recibido con la apatía habitual, la gente del distrito te miró con compasión, cosa que te enfadó todavía más. La única persona de la que debían compadecerse ya había cruzado hacia el mundo de los muertos y tú sólo eras la personificación de una injusticia. La idea era tan abrumadora que en cuanto viste la taza con los dibujos de rosquillas sobre tu escritorio, vacía, quisiste dar media vuelta y largarte. Pero el teléfono en tu cubículo sonó.