Mi madre pasaba por delante del marco de la puerta sin cesar. Del cuarto de vestir al dormitorio, del dormitorio al cuarto de vestir, ida y vuelta, ida y vuelta, y en cada pasada movía el aire y de su habitación exhalaba una mixtura de perfumes, una mezcla de tabaco y nardos que me extasiaba, me amansaba. Era el inconfundible «olor a mi madre», la mujer más bella del mundo entero, la más hermosa de todas de lejos, la madre más perfecta que ningún niño podría desear tener, llena de virtudes y de misterios, y de la que vivía perdida y constantemente enamorado.