Aquella mujer —aquella criatura— parecía una poderosa fuerza ancestral de la naturaleza. La diosa tenía la melena rubia salpicada de hojas, formaba un pálido halo alrededor de su rostro manchado de tierra. Aunque la sangre mortal le restara parte de su brillo, su piel marfileña lucía un tono perlado, como si irradiase luz de luna. Era Artemisa.