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Tuluá tenía el primer muerto oficial en sus calles. Era el 22 de octubre de 1949. Seis y treinta y dos minutos.
Todo empezó con el éxodo. Tuluá no fue la única que aportó la ruina. En las montañas no fue quedando con quien trabajar y en las poblaciones pequeñas la vida terminó lánguidamente.
Las ciudades grandes se llenaron de un momento a otro de rostros entristecidos, marcados para siempre con el signo del terror, que terminaron apretujándose en castillos de mentiras o en tugurios de cartón en las cañerías de las afueras.
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