Algunas noches, al acostarme, tenía miedo de que los duendes secuestraran a Carol en la oscuridad, por lo que la dejaba al pie de la cama como si no me importase lo más mínimo. Mi razonamiento era que si los duendes creían que no la quería, pensarían que no era lo bastante valiosa para robarla. Era terrible; por mucho que me esforzase en explicarle las circunstancias a Carol —«lo hago por ti», le susurraba—, siempre la hacía llorar.

