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Mi madre nos rezaba que cuatro esquinitas tenía mi cama y que cuatro angelitos nos la guardaban, pero mi cama por lo menos tenía cinco. Y uno de ellos era una sorda que pinchaba cuando te daba un beso.
Porque luego viene el silencio. No el de la sordera, ese no te digo. Sino el otro silencio, que es peor. El silencio de las cosas. Y de los olores. Y de los sabores. Y de los tocares. Y eso sí que es un problema.
—Emérita, quién fuera hambre para darte tres veces al día.
¿Te dejas de querer porque dejas de reír o dejas de reírte porque dejas de quererte?
Ninguna madre está preparada para perder un hijo. Pero lo difícil es tener otro sabiendo una cosa: que vas a perderlo igual.
No sabía cómo era la vida de un condenado a muerte el día en que lo van a ahorcar. Tampoco sabía si en la garganta, cuando al reo le ponían la soga alrededor del cuello, se le hacía un nudo tan gordo como el que tenía yo.
Eres los sabores que tuviste en la boca de niño. Eres lo que tocaste en esa edad, esa plastilina que ibas ablandando de tanto tocarla. Las cosas que escuchaste
se quedaron allí, dentro de la cabeza, con un eco de por vida.
También eres los aromas que te abrie...
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