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Tenía tendencia a sentarse a esperar cosas sin saber que, a veces, lo importante es lo que ocurre en el acto mismo de esperarlas.
Apenas empezaba a darse cuenta de que crecer no es otra cosa que tomar decisiones.
Fue entonces cuando concluyó que tomar decisiones es lo que nos hace adultos, pero arrepentirse de ellas es lo que nos hace humanos.
a veces basta tan solo un instante para separar lo inseparable.
El padre le había enseñado que lo único digno de adorar en la vida eran las plantas y entonces ella las adoraba, porque todo lo que le hubiera dicho su padre aún era sagrado.
A veces, lo que uno tiene a favor es lo mismo que tiene en contra. No lo olvides nunca, información como esa es la que nos hace diferentes a mujeres como nosotras.
A veces daba la sensación de que podía leer los pensamientos de la gente como si fueran libros.
Con el paso del tiempo llegaría a entender que las cosas no desaparecen por el simple hecho de arrojarles tierra, de mirar hacia el lado contrario o de cerrar los ojos apretándolos tanto que lleguen a distorsionar la realidad una vez se abran de nuevo.
Típico de las personas que son demasiado inteligentes: se aburren muy rápido y rara vez terminan lo que empiezan.
Nunca experimentó miedo a su lado, porque los hermanos mayores saben hacer frente a todos los peligros, de otra forma no habrían osado nacer primero.
Sería cuestión de tiempo aprender que lo correcto es lo contrario y que son justo las cosas que no quieren verse las que requieren que abramos bien los ojos.
—Ahora que lo pienso bien, no necesariamente hay que tener argumentos. Una aprende a ganarles desarrollando la exquisita habilidad de no prestarles atención cuando hablan —dijo—.
La fascinación que ejercía sobre Candelaria era impresionante. Su madre y su hermano, en cambio, la percibían como una amenaza y no perdían ninguna ocasión de minimizarla con el fin de sentirse superiores. Cuando estaban juntos y a solas, la trataban de mujerzuela venida a menos, de rara, de fugitiva, pero cuando estaban en su presencia se apocaban y no habrían sido capaces de sostener ni uno solo de los apelativos con los que en privado se referían a ella.
Ya otros antes se han marchado, y la aurora al despuntar, él también se irá volando cual mis sueños han volado. Dijo el cuervo: ¡Nunca más!
Entendió las razones por las cuales los muertos tienen que ser enterrados o incinerados en un intento por ocultar sus despojos de la vista de los que quedan vivos. Para evitar que el recuerdo de la corrupción de la carne se aloje de forma definitiva en las pupilas y el hedor en algún lugar de la nariz.
Lo que ella no sabía era que nunca la había usado para ese fin, porque los enemigos que se llevan en el pensamiento no pueden eliminarse a punta de balazos.
Pensó en lo rápido que se escurre el tiempo cuando a uno le pasan cosas que se salen de la rutina y también pensó en lo mucho que había cambiado su vida.
Ya estaba ardiendo la chispa que tenía por dentro, haciéndola consciente de que todas las cosas se mueven cuando están vivas y que morirse no necesariamente implica que el corazón deje de latir, a veces, solo basta con quedarse quieto.
Vivir, sin una búsqueda a cuestas, nos convierte en seres no muy diferentes de las piedras de Teresa que no saben ver el mundo, aunque les tallen mil pares de ojos.
la caída de los primeros ídolos no es más que la comprobación de que el único lugar en donde las personas son perfectas y dignas de adoración es dentro de la cabeza de quien las idealiza.
Sabía quién le había inoculado el miedo a la desnudez, por el fracaso de su mente en borrar lo poco que le enseñaron las monjas durante el tiempo que asistió al colegio. De ellas aprendió a sentirse culpable. Una persona a la que le enseñan a sentirse culpable aceptaría cualquier fórmula con tal de dejar de sentirse así. Culpable por lo que pensaba, por lo que sentía, por lo que imaginaba. Nada podía escapar de los juzgamientos de esos seres ocultos detrás de hábitos grisáceos, cuya misión era sembrar la culpa para vender el perdón.
Una persona a la que le enseñan a sentirse culpable aceptaría cualquier fórmula con tal de dejar de sentirse así. Culpable por lo que pensaba, por lo que sentía, por lo que imaginaba. Nada podía escapar de los juzgamientos de esos seres ocultos detrás de hábitos grisáceos, cuya misión era sembrar la culpa para vender el perdón.