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¿Qué necesidad tenía yo de tantos esfuerzos? Las suaves líneas de estas colinas y la mano de la tarde sobre este corazón agitado me enseñan mucho más. He vuelto al principio. Comprendo que aun cuando pueda, a través de la ciencia, captar los fenómenos y enumerarlos, no por ello puedo aprehender el mundo. Aunque hubiera seguido con el dedo todo su relieve, no sabría más que ahora.
La alternativa es conocida: o no somos libres y el responsable del mal es Dios todopoderoso, o somos libres y responsables, pero Dios no es todopoderoso. Todas las sutilezas de escuela no han añadido ni quitado nada a lo decisivo de esta paradoja.
Entre la historia y lo eterno, elegí la historia porque me gustan las certezas. De ella por lo menos estoy seguro, y ¿cómo negar esa fuerza que me aplasta?
El gran número de malas novelas no debe hacer olvidar la grandeza de las mejores. Estas, justamente, llevan su universo consigo.
Si Dios existe, todo depende de él y contra su voluntad nada podemos. Si no existe, todo depende de nosotros.
Por eso las novelas, al igual que el Diario, plantean la cuestión absurda. Instauran la lógica hasta la muerte, la exaltación, la libertad «terrible», la gloria de los zares vuelta humana. Todo está bien, todo está permitido y nada es detestable: son juicios absurdos. ¡Pero qué prodigiosa creación aquella en la que estos seres de fuego y hielo nos parecen tan familiares!
La lucha por llegar a las cumbres basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo feliz.