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Todo aquel calor se apoyaba en mí y me oponía resistencia. Y cada vez que notaba su aliento amplio y caliente en el rostro, apretaba los dientes, cerraba los puños en los bolsillos de los pantalones, tensaba todo el cuerpo para poder más que el sol y aquella embriaguez opaca que derramaba. Con cada espada de luz que surgía de la arena, de una concha blanqueada o de un añico de cristal, se me crispaban las mandíbulas. Anduve mucho rato.
El mar acarreó un hálito denso y ardiente. Me pareció que el cielo se abría cuan ancho era para dejar que lloviera fuego. Todo mi ser se tensó y crispé la mano en la pistola. El gatillo cedió, toqué el vientre bruñido de la culata y ahí fue, en el ruido a un tiempo seco y ensordecedor, donde todo empezó.
Todo el mundo era privilegiado. Solo había privilegiados. A los demás también los condenarían un día. A él también lo condenarían. ¿Qué más daba si, acusado de asesinato, lo ejecutaban un día por no haber llorado en el entierro de su madre?