Cuando llegué a décimo, tanta segregación y ordenación habían comenzado a cobrarse un precio. La mayoría de los alumnos de los niveles superiores nos habíamos vuelto unos obsesos de las notas, y no solo de las nuestras, sino también de las de todos los demás. Éramos intensamente competitivos, hasta el punto de que nuestra preocupación por las calificaciones amenazaba con ahogar nuestra curiosidad intelectual.