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Thomas Jefferson era partidario de «una aristocracia natural» basada en «la virtud y el talento», y recelaba de «una aristocracia artificial fundada en la riqueza y la cuna». «La mejor forma de gobierno —escribió— [es aquella que favorece] una selección pura de estos áristoi naturales para los cargos del Estado.»
reinado del mérito tecnocrático ha reconfigurado los términos del reconocimiento social de tal modo que ha elevado el prestigio de las clases profesionales con altas credenciales laborales y académicas, y ha depreciado las aportaciones de la mayoría de los trabajadores y, de paso, ha erosionado el estatus y la estima sociales de los que estos gozaban.
No es nada fácil mantener el equilibrio entre mérito y gracia.
La retórica de la responsabilidad y la del ascenso tenían algo en común: en ambas se insinuaba el ideal de la autosuficiencia y la autoconstrucción personales.
Percibimos el mundo a la luz de nuestras esperanzas y nuestros miedos.
El prejuicio credencialista es un síntoma de la soberbia meritocrática.
Gobernar bien requiere de sabiduría práctica y virtud cívica,
La retórica del ascenso social, con su foco monotemático en la educación como respuesta a la desigualdad, tiene parte de la culpa. Construir una ideología política alrededor de la idea de que un título universitario es una condición necesaria para tener un trabajo digno y estima social es algo que termina ejerciendo un efecto corrosivo en la vida democrática. Devalúa las contribuciones de quienes carecen de un diploma superior, alimenta el prejuicio contra los miembros con menos estudios de una sociedad, excluye en la práctica del sistema de gobierno representativo a la mayoría de la población
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idea de que todos deberíamos estar de acuerdo en los hechos, como punto de partida prepolítico, para luego proceder a debatir sobre nuestras opiniones y convicciones, es un concepto tecnocrático.
De hecho, sostiene que los resultados del mercado no son premios a los méritos de sus agentes, sino que simplemente reflejan el valor que los consumidores otorgan a los bienes y servicios que los vendedores ofrecen. Hayek traza así una distinción entre el mérito y el valor. El primero implica un juicio moral sobre aquello de lo que son merecedoras las personas, mientras que el segundo solo es un indicador de lo que los consumidores están dispuestos a pagar por un bien u otro.
Merito siempre sera un juicio moral, o un sitema de Valoración con moral implicita, y el valor es un consenso marcado por el cumulo social en u ambito ej el mercado
La réplica de Hayek a dicha objeción es muy reveladora. En vez de intentar mostrar que quienes obtienen recompensas generosas en el mercado se las merecen desde el punto de vista moral, rechaza la idea de que las recompensas económicas reflejen los méritos de las personas, o el merecimiento moral de estas. Ahí está el meollo de su distinción entre mérito y valor.
Hayek defiende ese argumento suyo señalando que el hecho de que yo posea las destrezas que la sociedad casualmente valora no es obra mía, sino una condición moralmente contingente, una cuestión de buena suerte.
«Es habitual suponer [...] que la contribución productiva es una medida ética del merecimiento», escribió. Pero, «si examinamos la cuestión, veremos enseguida que la contribución productiva puede tener una significación ética escasa o nula».
Decidir qué capacidades y logros son dignos de admiración es una cuestión de normas sociales y valores personales; es una cuestión de lo que es bueno, no de lo que es justo.
quienes eligen asumir riesgos son responsables de su futuro cuando sus apuestas fracasan. La comunidad solo está obligada a ayudar a las víctimas de un infortunio que no se hayan buscado; por ejemplo, a los damnificados por un desastre meteorológico.
Algunas personas tienen la buena suerte de nacer dotadas de las aptitudes que más se cotizan en la sociedad y otras nacen con incapacidades que hacen muy difícil que se puedan ganar la vida.
En la práctica, la mayoría de los centros universitarios ayudan menos a expandir las oportunidades que a consolidar los privilegios. Para quienes esperan que la educación superior sea el principal medio de acceso a las oportunidades, esta es sin duda una noticia descorazonadora.
Sin las cicatrices sufridas en el campo de batalla del mérito, los jóvenes seguramente llegarían a la universidad con una menor proclividad a superar obstáculos y un mayor grado de apertura a la exploración personal e intelectual.
políticas activas de empleo
No obstante, esta manera de asignar el acceso al aprendizaje socava la dignidad del trabajo y corrompe el bien común. La educación cívica puede desarrollarse muy bien en los community colleges, en los centros y entornos de formación laboral, y en las salas y locales de los sindicatos, igual o mejor que entre los muros de hiedra de los campus universitarios de élite. No hay razón para suponer que los aprendices de enfermería o de fontanería serán menos aptos para el arte de la argumentación y el debate democráticos que los aspirantes a ser consultores de gestión.
Cuando llegué a décimo, tanta segregación y ordenación habían comenzado a cobrarse un precio. La mayoría de los alumnos de los niveles superiores nos habíamos vuelto unos obsesos de las notas, y no solo de las nuestras, sino también de las de todos los demás. Éramos intensamente competitivos, hasta el punto de que nuestra preocupación por las calificaciones amenazaba con ahogar nuestra curiosidad intelectual.
El empleo posee aspectos tanto económicos como culturales. Es un modo de ganarse la vida, pero también una fuente de reconocimiento y estima sociales.
«Conviene recordar que al grupo de los peones blancos, aunque se le remunerase con jornales bajos, se le compensaba en parte con una especie de salario público y psicológico».
Alguien que supo entenderlo en su momento fue Robert F. Kennedy durante la pugna por conseguir la nominación de su partido como candidato a la presidencia en 1968. El dolor del desempleo iba más allá del hecho de que la persona en paro careciera de una fuente de ingresos: además de ello, se veía privada de la oportunidad de contribuir al bien común.
En primer lugar, jamás llegó a aplicarse realmente. Hubo crecimiento económico, pero los ganadores no compensaron a los perdedores.
La élite que estaba al mando durante la globalización no solo no abordó la desigualdad generada por esta, sino que tampoco supo percibir su efecto corrosivo en la dignidad del trabajo.
definición explícita de la justicia «contributiva». Todas las personas «tienen el deber de ser participantes activos y productivos en la vida de la sociedad», y el Estado tiene «el deber de organizar las instituciones económicas y sociales de tal modo que las personas puedan contribuir a la sociedad de formas y maneras que respeten su libertad y la dignidad de su trabajo».[45]
teórico social francés Émile Durkheim tomó como base la teoría del trabajo hegeliana cuando argumentó que la división del trabajo puede ser una fuente de solidaridad social siempre y cuando la contribución de todos y cada uno sea remunerada según su valor real para la comunidad.
Pocos políticos hablan así hoy en día. En las décadas transcurridas desde la época de Robert F. Kennedy, los progresistas abandonaron en gran medida la política de la comunidad, del patriotismo y de la dignidad del trabajo, y se abonaron a la retórica del ascenso social.
En una sociedad de mercado, sin embargo, cuesta resistirse a la tendencia a confundir el dinero que ganamos con el valor de nuestra contribución al bien común.
Los impuestos no solo son una vía de recaudación; son también una forma de expresar qué contribuciones juzga una sociedad valiosas para el bien común y cuáles no tanto.
Mi propuesta para reemplazar una parte (o la totalidad) de los impuestos y cotizaciones con los que se gravan las rentas del trabajo por un impuesto sobre las transacciones financieras (en la práctica, un «impuesto al pecado» con el que se gravaría una especulación que está mucho más próxima a las apuestas de los casinos que a una contribución a la economía real) pretende ser una manera de poner un marco de referencia a ese debate. Sin duda hay otras. Lo que quiero decir con ello, en un sentido más general, es que devolverle al trabajo su dignidad perdida nos obligará a afrontar las cuestiones
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no podemos deliberar sobre nuestras metas y finalidades comunes sin un sentido de pertenencia, sin concebirnos como miembros de una comunidad con la que estamos en deuda. Solo dependiendo de otros —y reconociendo nuestra dependencia—, podemos encontrar buenas razones para apreciar sus contribuciones a nuestro bienestar colectivo.
La clasificación meritocrática nos enseñó a creer que nuestro éxito es obra exclusivamente nuestra y, con ello, erosionó nuestro sentido de deuda con la comunidad.
La igualdad (1931), R. H. Tawney,
Este es el nombre que mi esposa, Kiku Adatto, nuestros hijos, Adam Adatto Sandel y Aaron Adatto Sandel, y yo dimos a la costumbre que tenemos de leer en voz alta borradores de pasajes y capítulos en nuestras reuniones familiares, en las que nos invitamos a formular y compartir comentarios críticos sobre nuestros respectivos proyectos. Su atención, asesoramiento y cariño mejoraron este libro y me mejoraron a mí.