Kindle Notes & Highlights
Es posible resumir los intensísimos veintiocho años de vida de Teresa Wilms Montt en menos de diez líneas. De sangre aristocrática, descendiente de cuatro presidentes de la república, segunda de siete hermanas, nace en Viña del Mar en 1893. Lectora prematura, trilingüe, se casa a los diecisiete años sin consentimiento de sus padres, simpatiza con el anarquismo, es acusada de adulterio por su marido e internada en un convento en Santiago y alejada de sus hijas. Huye a Buenos Aires con el poeta Vicente Huidobro, publica cinco libros –cuatro de prosa poética y uno de cuentos–, recibe
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Las páginas de sus diarios, especialmente, nos permiten ver a una mujer con carácter, insumisa, desfasada de su época, incomprendida por el medio, que enfrenta a una sociedad patriarcal, en extremo conservadora.
“Siento verdadero sensualismo en morir”,
tres manchas negras dentro de su mente: el amor, el dolor y la muerte.
“Morir debe ser una cosa deliciosa, como hundirse en un baño tibio durante las noches heladas”.
“Soñar, sin parar, encerrada entre las paredes de mármol, lisas y limpias, de una tumba”.
La noche era para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir”,
Flor de tumba, así ha sido mi amor por él”.
“No soy feliz ni podría serlo; porque, entonces, no sería hermana de los miserables: porque no tendría el alma ilimitada de indulgencia”.
“Sólo existe una verdad tan grande como el sol: la muerte”,
Oirá el canto de los grillos debajo de las hojas amarillas de otoño y el ronroneo del mar será para ella como la caricia de un gato gigantesco en las fantasmagorías de la noche.
Entiende que existen fuerzas que no dependen de los hombres y su admiración por la naturaleza aumenta a medida que disminuye su entusiasmo por sus semejantes.
mientras su espíritu, atormentado por una desmesurada sed de belleza, no conoce otros placeres que los que él mismo le da.
y ella le miraría a los ojos para presenciar el despertar de su alma.
No protesta; sin levantar los ojos, esboza una sonrisa que muere en la comisura de los labios y murmura suavemente: “No tengo otro vestido; todo lo que Ud. me da es lo que le sobra a mi hermana, y lo que a ella le sienta bien no está hecho para mí”.
La noche era para charlar, el día para dormir, la tarde para escribir.
¡No me cansaba de mirarte; mis ojos cansados de llorar por ti querían saciarse de tus ojos, de todo tu ser!
Mi pena salvaje me hace reír. Jamás han insultado al cielo carcajadas tan atrevidas como las que han salido de mi pecho; ¡y mi alma sangra y se retuerce y muere de angustia!
Estoy resignada, como un animal enfermo que no espera remedio, a morir de mi mal.
El amor necesita hasta el cansancio de manifestaciones.
Dudar de mi cariño es como dudar que es el sol quien nos alumbra.
Mi cama ancha, toda blanca y fría como las avenidas heladas por la nieve, me hace desear con vehemencia el estrecho y amoroso ataúd. He cavado, cavado con la constancia de un sepulturero, las tierras de mi corazón.
Después de unos instantes de serena locura, llamé a la muerte. Se me apareció sacando los brazos de las refulgentes escamas del Océano y la oí llamarme con su voz desmayada. Sus ojos negros, perforadores y atrayentes, abrieron a mis pies la ancha cuesta del vacío. No pude entregarme a ella y mi alma y las cuerdas de mis nervios estaban tendidas a su voz.
–¿Me permite usted decirle algo? –Todo lo que se le ocurra. –En este mismo momento me ha comunicado usted una sensación desconocida, algo que se parece al terror pero un terror lleno de atracción.
El llanto es como el amor y la música, mientras más se usa de ellos, más agradan y embriagan.
Mi valentía no tiene mérito alguno: hay una especie de inconsciencia en mi desprecio al peligro y a la vida.
En el invierno, con el frío helado... la amorosa estufa de mi cuerpo calentará el tuyo que ha sufrido tanto.
No hay remedio para el mal de mi vida. Sigo recordándote con toda intensidad y pensando como único consuelo el ir a suicidarme a tu tumba.
No hago nada malo, pero no huyo del mal.
Yo amo mis objetos, ellos me hablan del pasado, sencillamente, sin quejas teatrales ni recriminaciones amargas. El pasado, que se ha transformado para mí en rara paradoja, es lo único que me queda.
Todo muere, pero todo renace bajo la discreta custodia del destino.
Me voy para no aceptar las cobardías de la costumbre. Mala consejera es la soledad, ella nos enseña a resignarnos ante el terror del abandono.
Me voy. No puedo vivir sin amar.
Me siento mal físicamente. Nunca he tributado a mi cuerpo el honor de tomar su vida en serio, por consiguiente no he de lamentar el que ella me abandone.
Nada tengo, nada dejo, nada pido. Desnuda como nací me voy, tan ignorante de lo que en el mundo había. Sufrí y es el único bagaje que admite la barca que lleva al olvido.