Mi madre todo lo solucionaba con su medicina favorita: el «no-piense-en-eso». Si la cosa estaba grave entonces ameritaba un Dolex. Y si estaba más que grave ameritaba dos. Pronto descubrimos que no valía la pena insistir: «Es que me duele mucho la pierna y no puedo caminar», se quejaba alguien. «Entonces no camine», contestaba la mamá. Era inútil quejarse. Nuestro umbral del dolor alcanzó límites insospechados. Habríamos podido ser objeto de estudios médicos. Nadie tenía derecho a enfermarse y nadie se enfermaba para no tener que soportar un dolor bien horrible oyendo a la mamá recetar
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