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En ese momento también me di cuenta de que en el mundo real no hay tres vidas, como en los videojuegos. Hay una nada más y cuando se pierde es para siempre.
Aquella tarde, una parte de mí se fue al abismo, murió para poder acompañar a mi padre en ese viaje sin retorno.
Yo he recreado la última cara de mi padre tantas veces que en ocasiones me pregunto si fue un invento de mi cabeza para tener de quién despedirse. Toda partida sin adiós es inconclusa.
Uno no acepta la ausencia, pero termina por acostumbrarse a ella. Con el tiempo, mi padre fue una sombra, un fantasma, un nombre y luego nada más que un recuerdo. Hace mucho que dejó de habitar esos diez segundos. Hace mucho que olvidé el tono de su voz. Cada vez hay más distancia entre nosotros y no puedo hacer nada por acortarla. Hoy está tan lejos que, a veces, me pregunto si de verdad existió.
En todos estos años diría que alcanzó a huir de mi memoria porque hice tantos esfuerzos por olvidarlo que ahora, cuando me despierto, durante diez segundos tengo que esforzarme en recordar que alguna vez estuvo vivo.
Yo quería convertirme en una flor para acompañar a mi padre en ese hueco oscuro y húmedo. En momentos como ese se piensan cosas muy raras.
No sé quién dijo que la muerte de alguien cercano requiere acompañamiento. Todo el mundo estorba. Uno quiere llorar mientras mira el techo. Uno quiere gritar apretando la boca contra la almohada sin que nadie se acerque y le diga que todo va a estar bien. Uno quiere estar solo y abrazarse a su dolor. Familiarizarse con él. Hacerse a la idea de que estará dentro de uno durante toda la vida.

