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aquella memoria sólo había podido ejercitarse y formarse de aquella manera diabólicamente infalible por medio del eterno secreto de cualquier perfección: la concentración.
Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, la más humana de todas, la vanidad.
¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?
En su mundo superior de los libros no había guerras, ni malentendidos, tan sólo el eterno saber y querer saber aún más números y palabras, títulos y nombres.
Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.