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Me enfadé, como se enfada uno siempre que un fallo le hace ser consciente de la insuficiencia e imperfección de las fuerzas mentales,
mi memoria es de una índole particular, buena y mala al mismo tiempo. Por un lado, obstinada y tenaz, pero por otro también increíblemente fiel. Se traga lo más importante, tanto en lo que respecta a los acontecimientos como a los rostros, tanto lo leído como lo vivido, dejándolo con frecuencia en lo más hondo, en la oscuridad, y no devuelve nada de ese mundo subterráneo sin que uno ejerza presión, sólo porque así lo requiere la voluntad.
Pues así como un niño cae en el sueño y se olvida del mundo por medio de ese rítmico vaivén hipnotizador, también el espíritu, en opinión de aquellos devotos, se sume de manera más fácil en la gracia de la abstracción gracias a ese oscilar y columpiarse del cuerpo ocioso.
pues leía como otros rezan, como juegan los jugadores, tal y como los borrachos, aturdidos, se quedan con la mirada perdida en el vacío. Leía con un ensimismamiento tan impresionante que desde entonces cualquier otra persona a la que yo haya visto leyendo me ha parecido siempre un profano. En Jakob Mendel, aquel pequeño librero de viejo de Galitzia, contemplé por primera vez, siendo joven, el vasto misterio de la concentración absoluta, que hace tanto al artista como al erudito, al verdadero sabio como al loco de remate, esa trágica felicidad y desgracia de la obsesión completa.
Veía cada obra—lo mismo daba que la hubiera tenido en sus manos o que sólo la hubiera entrevisto en una ocasión y de lejos en un escaparate o en una biblioteca—con la misma claridad con la que el artista ve sus creaciones interiores, aún invisibles para el resto del mundo.
aquella memoria sólo había podido ejercitarse y formarse de aquella manera diabólicamente infalible por medio del eterno secreto de cualquier perfección: la concentración. Dejando a un lado los libros, aquel hombre singular no sabía nada del mundo, pues todos los fenómenos de la existencia sólo comenzaban a ser reales para él cuando se vertían en letras, cuando se reunían en un libro y, como quien dice, se habían esterilizado. Pero tampoco leía aquellos libros para entenderlos, en su contenido espiritual y narrativo.
Las personas no le interesaban, y de todas las pasiones humanas tal vez sólo conocía una, por cierto, la más humana de todas, la vanidad.
todo lo que es único resulta día a día más valioso en un mundo como el nuestro, que de manera irremediable se va volviendo cada vez más uniforme. Y además, llevado por un hondo presentimiento, el joven inexperto que fui había sentido un gran aprecio por Jakob Mendel. Gracias a él me había acercado por vez primera al enorme misterio de que todo lo que de extraordinario y más poderoso se produce en nuestra existencia se logra sólo a través de la concentración interior, a través de una monomanía sublime, sagradamente emparentada con la locura. Que una vida pura en el espíritu, una abstracción
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¿Para qué vivimos, si el viento tras nuestros zapatos ya se está llevando nuestras últimas huellas?
En su mundo superior de los libros no había guerras, ni malentendidos, tan sólo el eterno saber y querer saber aún más números y palabras, títulos y nombres.
en el fantástico edificio de su memoria debía de haberse derrumbado algún pilar, y toda la estructura se había venido abajo, pues nuestro cerebro, ese mecanismo de conexión creado con la más sutil de las sustancias, ese fino instrumento de precisión mecánica acorde con nuestro saber, es tan delicado que una venilla obstruida, un nervio afectado, una célula cansada, una molécula un poco desplazada bastan para hacer enmudecer la armonía más extraordinariamente completa, la armonía esférica de una mente.
Precisamente yo, que debía saber que los libros sólo se escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido.