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en cuanto las nuevas civilizaciones agrícolas y monetarias hicieron posible enriquecerse, quienes tenían el granero más lleno se apresuraron a inventar las jerarquías. Los sectores que desde entonces han dirigido la sociedad desigual prefieren el lenguaje de la seriedad. Porque en la risa más genuina late aún la rebeldía ante la dominación, la autoridad y los rangos —el temido desacato—.
existe un humor rebelde que desafía las relaciones de dominación, que resquebraja el aura de un mundo autoritario, que denuncia al emperador, desnudándolo.
la risa tiene una enorme capacidad de deslegitimar el poder, y por eso inquieta y es castigada.
Los humoristas suelen tropezar con los regímenes y con los individuos más intransigentes. Incluso en las democracias contemporáneas estallan polémicas acaloradas sobre los límites del humor y la ofensa. En general, las posturas sobre este asunto dependen de si las convicciones en juego son las nuestras o las de otros. La tolerancia tiene conjugación irregular: yo me indigno, tú eres susceptible, él es dogmático.
Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: «los libros hacen los labios», decía un refrán romano.
¿Qué tipo de educación recibían aquellos griegos? Un baño de cultura general. A diferencia de lo que nos sucede a nosotros, no les interesaba en absoluto especializarse. Menospreciaban la orientación técnica del conocimiento. No estaban obsesionados por el empleo; después de todo, para trabajar ya tenían a los esclavos. Todo el que podía permitírselo, evitaba aprender algo tan envilecedor como un oficio.
Solo la medicina, incuestionablemente necesaria para la sociedad, logró imponer un tipo de formación propia. A cambio, los médicos padecían un claro complejo de inferioridad cultural. Desde Hipócrates a Galeno, todos repetían en sus textos el mantra de que un médico también es un filósofo. No querían dejarse encerrar dentro de su esfera particular, sino que se esforzaban por mostrarse cultos y calzar en sus escritos alguna cita de los poetas imprescindibles.
Platón sabía muy bien lo que decía. Nunca le gustó la democracia ateniense, que en su opinión quedó retratada con el asesinato de Sócrates. Quería instaurar un modelo político inmutable, en el que no hicieran falta nunca más cambios sociales ni impúdicos relatos que socavasen los cimientos morales de la sociedad. Había vivido tiempos convulsos y traumáticos en Atenas. Deseaba estabilidad, deseaba el gobierno de los sabios y no el de la necia mayoría. Si ese inmovilismo solo podía ser defendido por un régimen represivo, adelante.
No por eliminar de los libros todo lo que nos parezca inapropiado salvaremos a los jóvenes de las malas ideas. Al contrario, los volveremos incapaces de reconocerlas. Al contrario de lo que cree Platón, los personajes malvados son un ingrediente crucial de los cuentos tradicionales, para que los niños aprendan que la maldad existe. Tarde o temprano tendrán noticias de ella (desde los matones que les acosan en el patio del colegio a los tiranos genocidas).
«solo lee libros edificantes está siguiendo un camino seguro, pero un camino sin esperanza, porque le falta coraje. Si alguna vez por azar leyera una buena novela, sabría muy bien que le está sucediendo algo». Sentir cierta incomodidad es parte de la experiencia de leer un libro; hay mucha más pedagogía en la inquietud que en el alivio.
la barbarie nazi ejecutaba su operación Bücherverbrennung («quema de libros») en las plazas públicas de decenas de ciudades alemanas. Miles de libros eran trasladados en camiones y apilados para su destrucción. Se formaban cadenas humanas para llevarlos de mano en mano hasta la hoguera. Los investigadores calculan que durante el bibliocausto nazi ardieron las obras de más de 5.500 autores a quienes los nuevos líderes consideraban degenerados, un prólogo de los hornos crematorios que llegarían después, como había profetizado Heinrich Heine en 1821, al escribir: «Allí donde queman libros, acaban
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«Cuando un libro arde, cuando un libro es destruido, cuando un libro muere, hay algo de nosotros mismos que se mutila irremediablemente. Cuando un libro arde, mueren todas las vidas que lo hicieron posible, todas las vidas en él contenidas y todas las vidas a las que ese libro hubiera podido dar, en el futuro, calor y conocimientos, inteligencia, goce y esperanza. Destruir un libro es, literalmente, asesinar el alma del hombre».
Los libros nos ayudan a sobrevivir en las grandes catástrofes históricas y en las pequeñas tragedias de nuestra vida.
La historia de las peripecias tecnológicas desde la invención de la escritura hasta la informática es, en el fondo, la crónica de los métodos creados para disponer del conocimiento, archivarlo y recuperarlo. La ruta de todos estos avances contra el olvido y la confusión, que empezó en Mesopotamia, alcanzó su apogeo, en la Antigüedad, en el palacio de los libros de Alejandría y serpentea sinuosamente hasta las redes digitales de hoy.
se dice a sí mismo que es posible estar solo y no estarlo en el mismo momento.
El mejor de los mundos posibles nunca lo es para todos. Desde tiempos remotos, una enorme cantidad de guerras se han desencadenado con el fin de capturar prisioneros, poseerlos y traficar con ellos. La riqueza mundial a menudo ha ido del brazo de la esclavitud. Este es un nexo real entre la Antigüedad y épocas más modernas: de la muralla china a la Autopista de los Huesos de Kolimá, del sistema de regadío en Mesopotamia a las plantaciones de algodón estadounidenses, de los burdeles romanos a la trata de mujeres en el presente, de las pirámides egipcias a la ropa barata made in Bangladesh.
No se puede afirmar que los romanos inventasen la globalización, porque ya existió en el troceado mundo helenístico, pero la elevaron a un grado de perfección que todavía hoy nos impresiona.
Los romanos consiguieron su extraordinaria sucesión de victorias gracias a una mezcla muy eficaz de violencia y capacidad de adaptación, en la mejor tradición darwiniana.
aprendieron pronto a imitar lo mejor de sus enemigos, a apoderarse de lo que les gustaba sin la menor terquedad chovinista y a combinar todos los ingredientes copiados para crear nuevas formas propias.
tuvieron un fogonazo de asombrosa humildad al asumir que la cultura griega era muy superior. Los miembros más lúcidos de las clases dirigentes comprendieron que toda gran civilización imperial necesita fabricar un relato unificador y victorioso sostenido por símbolos, monumentos, arquitecturas, mitos forjadores de identidades y formas sofisticadas de discurso. Y para conseguirlo rápido, según su costumbre, decidieron imitar a los mejores.
Por primera vez, una gran superpotencia antigua asumía el legado de un pueblo extranjero —y derrotado— como un ingrediente esencial de su propia identidad.
Los procesos globalizadores siempre despiertan reacciones contradictorias y complejas.
La joven literatura híbrida era la avanzadilla de una sociedad cada día más mestiza. Roma estaba descubriendo las mecánicas de la globalización y su paradoja esencial: también lo que adoptamos de otras partes nos hace ser quienes somos.
Los dueños de esclavos (como los dictadores, los tiranos, los monarcas absolutos y otros ilícitos detentadores del poder) creían firmemente en la fuerza de la palabra escrita. Sabían que la lectura es una fuerza que requiere apenas unas pocas palabras para resultar aplastante. Alguien que es capaz de leer una frase es capaz de leerlo todo; una multitud analfabeta es más fácil de gobernar. Dado que el arte de leer no puede desaprenderse una vez que se ha adquirido, el mejor recurso es limitarlo.
El lector es sodomizado por el texto. Leer uno mismo es prestar el cuerpo a un escritor desconocido, un acto audazmente promiscuo. No se consideraba del todo incompatible con el rango de ciudadano, pero los biempensantes de la época proclamaban que debía practicarse con cierta moderación, para que no se convirtiese en vicio.
Cada vez que mordisqueamos la punta de un bolígrafo o de un lápiz, concentrados, con la mirada perdida, estamos perpetuando, sin ser conscientes, un repertorio de gestos tan antiguos como la escritura.
recomendar y entregar a otro una lectura elegida es un poderoso gesto de acercamiento, de comunicación, de intimidad.
El éxito del mecanismo represor estriba precisamente en extender la amenaza de represalias, multas o cárcel a todos los eslabones de la cadena de difusión (desde los amanuenses o impresores de antaño, al administrador de un foro o proveedor de internet). Amedrentar a esos agentes ayuda a acallar los textos incómodos, pues es poco probable que todos los involucrados estén dispuestos a correr los mismos riesgos que el autor, más visceralmente comprometido con la publicación de su propia obra.
La palabra escrita ha sido tenazmente perseguida a lo largo de los siglos, y son más bien extraños los tiempos de paz en los cuales las librerías solo tienen visitantes tranquilos, que no enarbolan estandartes, ni agitan dedos fiscalizadores, ni rompen escaparates, ni encienden hogueras, ni se abandonan a la atávica pasión de prohibir.
El incesante olvido engullirá todo, a no ser que le opongamos el esfuerzo abnegado de registrar lo que fue. Las generaciones futuras tienen derecho a reclamarnos el relato del pasado. Los libros tienen voz y hablan salvando épocas y vidas.
Cuantos más años lleva un objeto o una costumbre entre nosotros, más porvenir tiene. Lo más nuevo, como promedio, perece antes.
Cada paso del progreso ha supuesto a su vez una devastación.
Los censores de todas las épocas corren el peligro de desencadenar un efecto contraproducente, y esta es su gran paradoja: dirigen los focos de atención precisamente sobre aquello que pretendían ocultar.
la libertad es el oxígeno de los verdaderos artistas, y la literatura que nos importa es aquella que construye mundos propios, un lenguaje liberado de convencionalismos y formas inexploradas de narrar.
Píndaro canta: «Sueño de una sombra es el ser humano». Shakespeare lo reformula: «Somos de la misma materia de la que están hechos los sueños, y nuestra breve vida está circundada por el sueño». Calderón escribe La vida es sueño. Schopenhauer entra en el diálogo: «La vida y los sueños son páginas del mismo libro». El hilo de las palabras y las metáforas atraviesa el tiempo, ovillando las épocas.
Cuando, en algún lugar, el último ejemplar de un libro ardía, se mojaba hasta la podredumbre o era lentamente devorado por insectos, moría un mundo. Nadie más podría leerlo, copiarlo y salvarlo. A lo largo de los siglos, sobre todo durante la Antigüedad y la Edad Media, muchas voces callaron para siempre por extinción.
La invención de los libros ha sido tal vez el mayor triunfo en nuestra tenaz lucha contra la destrucción.
Debemos a los libros la superpervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana.
Los libros nos convierten en herederos de todos los relatos: los mejores, los peores, los ambiguos, los problemáticos, los de doble filo. Disponer de todos ellos es bueno para pensar, y permite elegir.
Cuanto más sensata y perspicaz sea nuestra comprensión histórica, más seremos capaces de proteger aquello que valoramos.
Somos los únicos animales que fabulan, que ahuyentan la oscuridad con cuentos, que gracias a los relatos aprenden a convivir con el caos, que avivan los rescoldos de las hogueras con el aire de sus palabras, que recorren largas distancias para llevar sus historias a los extraños. Y cuando compartimos los mismos relatos, dejamos de ser extraños.
Leer es escuchar música hecha palabra. Es cercanía y extrañeza. Es a veces hablar con los muertos para sentirnos más vivos. Es viaje inmóvil. Es una maravilla cotidiana.

