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Era el sueño de Alejandro: tener una leyenda propia, entrar en los libros para permanecer en el recuerdo.
Los papiros desenterrados en Egipto confirman que la Ilíada fue con diferencia el libro griego más leído en la Antigüedad, y se han encontrado pasajes de los poemas en los sarcófagos de momias grecoegipcias
Esa sabiduría nos susurra que la humilde, imperfecta y efímera vida humana merece la pena, a pesar de sus limitaciones y sus desgracias, aunque la juventud se esfume, la carne se vuelva flácida y acabemos arrastrando los pies.
Como él, Pitágoras, Diógenes, Buda y Jesús de Nazaret optaron por la oralidad. No obstante, todos ellos sabían leer y dominaban la escritura. En el Evangelio de san Juan, Jesús se agacha y escribe con el dedo en la arena, justo antes de lanzar su famoso desafío: «El que de vosotros no tenga pecado, que tire la primera piedra».
Como saben los antropólogos, la voz de los cantos y los mitos nunca ha callado del todo.
Cuando un relato me invade, cuando su lluvia de palabras cala en mí, cuando comprendo de forma casi dolorosa lo que cuenta, cuando tengo la seguridad —íntima, solitaria— de que su autor ha cambiado mi vida, vuelvo a creer que yo, especialmente yo, soy la lectora a quien ese libro andaba buscando.
«La palabra escrita parece hablar contigo como si fuera inteligente, pero si le preguntas algo, porque deseas saber más, sigue repitiéndote lo mismo una y otra vez. Los libros no son capaces de defenderse».
Podemos pensar, como vaticinaba Sócrates, que nos hemos vuelto un puñado de engreídos ignorantes.
«De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio y el telescopio son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación».
En su memoria, el deseo patológico de popularidad ha venido a llamarse síndrome de Eróstrato.
En la Antigüedad, desconocían los derechos de autor.
Incluso a los más humildes coleccionistas de sellos, libros o discos les duele imaginar que seguramente en el futuro esos objetos elegidos uno a uno por íntimos motivos volverán al revoltijo y la mezcolanza de las tiendas de viejo.
A principios del siglo XX, este oficio desempeñado por hombres desde los tiempos de Nínive, Babilonia y Alejandría en adelante, empezó a transformarse en un territorio pacíficamente invadido por mujeres.
Cada vez más, el conocimiento de cada uno sería un archipiélago mínimo en el inconmensurable océano de su ignorancia.
Lo que no decían las habladurías es que la inteligencia de Aspasia ayudó a Pericles en su carrera política.
Porque el autor de las Historias era un individuo de curiosidad incansable, un aventurero, un perseguidor de lo asombroso, un nómada, uno de los primeros escritores capaces de pensar a escala planetaria, casi diría que un adelantado de la globalización. Hablo, claro, de Heródoto.
En el fondo, lo que las comunidades humanas tienen en común es aquello que inevitablemente las enfrenta: la tendencia a creerse mejores. Como descubrió la mirada irónica del griego nómada, todos estamos muy dispuestos a considerarnos superiores.
lo clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no se pueden permitir ignorarlo y, por tanto, se agarran a ello a cualquier precio».
Los habitantes del mundo antiguo estaban convencidos de que no se puede pensar bien sin hablar bien: «los libros hacen los labios», decía un refrán romano.
Los arqueólogos han encontrado un rollo de papiro bajo la cabeza de una momia femenina, casi en contacto con su cuerpo. Ese rollo contiene un canto particularmente hermoso de la Ilíada.

