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A finales del siglo IV, el historiador Amiano Marcelino se quejaba de que los romanos estaban abandonando la lectura seria.
En el año 529, el emperador Justiniano prohibió a quienes permanecían «bajo la locura del paganismo» dedicarse a la enseñanza, «a fin de que ya no puedan corromper las almas de los discípulos». Su edicto obligó a cerrar la Academia de Atenas, cuyos orígenes se remontaban orgullosamente al milenio anterior, hasta el propio Platón.
Stefan Zweig en el memorable final de Mendel, el de los libros: «Los libros se escriben para unir, por encima del propio aliento, a los seres humanos, y así defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido».
Debemos a los libros la superpervivencia de las mejores ideas fabricadas por la especie humana.
Pero, si resistimos el impulso de simplificar la literatura con juicios meridianos, la leeremos mejor.
De alguna forma misteriosa y espontánea, el amor por los libros forjó una cadena invisible de gente —hombres y mujeres— que, sin conocerse, ha salvado el tesoro de los mejores relatos, sueños y pensamientos a lo largo del tiempo.

