Follábamos y en sus ojos no había nadie más. La risa, con él, sonaba a agua rodando sobre un lecho de piedras redondas y suaves. Yo le daba alas. Él se sentía capaz. Juntos éramos merecedores de lo que brillaba sobre la vida y que no siempre veíamos. La pátina de magia en la que nos empeñamos en no creer estaba allí, sobre nuestras pieles sudadas cuando de la garganta de David salía el último gemido, ronco, mezclado con la búsqueda desesperada de oxígeno. ¿Y si…? ¿Y si no estábamos locos? ¿Y si la vida nos había cruzado por una razón?

