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Ahora yo vengo en su lugar. Traigo los ojos con que ella miró estas cosas, porque me dio sus ojos para ver:
Aquello está sobre las brasas de la tierra, en la mera boca del Infierno. Con decirle que muchos de los que allí se mueren, al llegar al Infierno regresan por su cobija.
—No es que lo parezca. Así es. Aquí no vive nadie. —¿Y Pedro Páramo? —Pedro Páramo murió hace muchos años.
—Aquí no hay dónde acostarse —le dije. —No se preocupe por eso. Usted ha de venir cansado y el sueño es muy buen colchón para el cansancio.
«A centenares de metros, encima de todas las nubes, más, mucho más allá de todo, estás escondida tú, Susana. Escondida en la inmensidad de Dios, detrás de su Divina Providencia, donde yo no puedo alcanzarte ni verte y adonde no llegan mis palabras.»
decía llamarse Inocencio Osorio. Aunque todos lo conocíamos por el mal nombre del Saltaperico por ser muy liviano y ágil para los brincos.
»Claro que yo era mucho más joven que ella. Y un poco menos morena; pero esto ni se nota en lo oscuro.
“…No sentir otro sabor sino el del azahar de los naranjos en la tibieza del tiempo.”
Hay esperanza, en suma. Hay esperanza para nosotros, contra nuestro pesar.
»Luego dejé de oírla. Y es que la alegría cansa. Por eso no me extrañó que aquello terminara.
—¿Ya murió? ¿Y de qué? —No supe de qué. Tal vez de tristeza. Suspiraba mucho. —Eso es malo. Cada suspiro es como un sorbo de vida del que uno se deshace.
Por algo mi madre me curtió bien el pellejo para que se me pusiera correoso.