Y me colgaba del hombro una conservadora llena de helados y me mandaba a la costanera del río a venderlos. La palabra era vergüenza. No podía sentir una vergüenza mayor que esa: la constatación de la pobreza. Mendigar a la gente para que me compraran helados, aprendiendo ya entonces las astucias del comercio que después pondría en práctica para vender mi cuerpo: decir lo que los clientes quieren oír.

