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La Tía Encarna amamantando con su pecho relleno de aceite de avión a un recién nacido. La Tía Encarna está como a diez centímetros del suelo de la paz que siente en todo el cuerpo en aquel momento, con ese niño que drena el dolor histórico que la habita.
Un resplandor verde enceguece a la muerte y la amenaza con vida. Le advierte que debe retroceder, olvidarse del niño encontrado en el Parque, le advierte que ya no tiene jurisprudencia en esa casa.
La cura para todos nuestros males era el descanso. Para cualquier enfermedad del cuerpo o del alma, La Tía Encarna recetaba reposo. Era el regalo más grande que jamás nos había hecho alguien en la vida: dejarnos descansar y ocuparse ella de la vigilia.
Había aprendido a llorar en silencio. En mi casa y con un padre como el mío, estaba prohibido llorar. Se podía guardar silencio, descargar la rabia mientras se hachaba leña, golpearse con otros niños del barrio, pegarle puñetazos a las paredes, pero nunca llorar. Y mucho peor, llorar de miedo. De manera que aprendí a llorar en silencio, en el baño, en mi cuarto, o camino al colegio. Era el uso privado de eso que sólo estaba permitido hacer a las mujeres. Llorar. Me regocijaba en ese llanto, me permitía ser la protagonista de mi melodrama marica.
Me quedaba despierta, en el medio de esa nada que era aquel pueblo en esos años, con los ojos abiertos clavados en mi quimera negra, esperando oír roncar a mis padres su sueño cansado. El sueño cansado, exhausto, después de la vigilia enteramente dedicada al sufrimiento de poner una piedra encima de la otra para tener un techo donde guardarse a sufrir igual que los que no tienen nada.
Es un recurso, el de usar el cuerpo como herramienta de trabajo. Las hay que se casan, las hay que van a limpiar las casas de otra gente. Gozan de libertad, saben que pueden hacer dinero rápido, que es sólo una cuestión de horas, poner el cuerpo y ya. Un delantalcito humilde y guantes de goma para no dejarse tocar por la mugre de los otros.
Una ejerce la prostitución así. El padre ha hecho lo que pide el mundo: le ha pedido de todas las maneras a su hijo maricón que no sea la futura travesti, la gran puta. Que no viva, que negocie con Dios y viva sin vivir, que sea otro, que sea su hijo pero de ninguna manera que sea eso que quiere ser: eso que quiere manifestarse.
Pasaré muchas noches reza que te reza, para que al despertar la vida sea otra, para que mañana sea diferente. Al comienzo rezo para cambiar, para ser como ellos quieren. Pero a medida que me interno en esa fe cada vez mayor, empiezo a rezar para despertarme al otro día convertida en la mujer que quiero ser.
Pobre Natalí, murió joven, devastada por su particularidad, luego de envejecer aceleradamente, tal como envejecen las perras, las lobas y las travestis: un año nuestro equivale a siete años humanos.
El calor travesti era igual. La pasta de maquillaje que se hacía como un pegote, una máscara de barro caliente que tapaba todos los poros, para que no se escapara el alma por ahí cada vez que recibíamos una agresión.
Sólo quería ir hasta un teléfono y llamar a mis primas y recordarles aquellas Navidades de besos bajo la higuera y bailes frenéticos al son de las canciones de aquel cuartetero, cuando la vida parecía una flor abriéndose paso a través de la dura piel de un cactus.
Los diarios y la televisión decían que, con la nueva iluminación del Parque, se iban a acabar la delincuencia y la prostitución. A mí siempre me pareció que nos veían como cucarachas: les bastó encender la luz para que todas saliéramos corriendo. Pero al perder el Parque perdimos esa red de protección que nos funcionaba por el mero hecho de estar ahí todas juntas, para defendernos en caso de ataque, para pasarnos clientes cuando no dábamos abasto, para corregirnos el maquillaje o compartir la petaca de ginebra o simplemente darnos conversación cuando el frío y la desolación eran insoportables.
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El Hombre del Paraguas Negro era tan guapo que no me importó que estuviera borracho. Cuando una está cansada de darle amor a la fealdad, toparse con un cliente de sonrisa de marfil, que te dice lo linda que estás bajo la lluvia en tu balcón, y tiene el buen tino de no hacer cursis referencias a Julieta esperando a Romeo, es todo un golpe de suerte.
Para no sufrir se había tomado un puñado de pastillas de todos los colores y se había acostado en su cama perfectamente peinada y maquillada, con un discreto vestido primaveral de señorita de otro tiempo. A su perrita Cocó le dejó agua y comida y la puertita del cuarto entreabierta para que pudiese irse cuando ya no tuviera ni comida ni agua ni dueña.
empezó la temporada de las travestis asesinadas. Cada vez que los diarios anuncian un nuevo crimen, los muy miserables dan el nombre de varón de la víctima. Dicen «los travestis», «el travesti», todo es parte de la condena. El propósito es hacernos pagar hasta el último gramo de vida en nuestro cuerpo. No quieren que sobreviva ninguna de nosotras.

