Le puse el nombre de Beatrice, nombre que conocía, sin haber leído a Dante, por una pintura inglesa cuya reproducción guardaba: una figura femenina, prerrafaelista, de esbeltos y largos miembros, cabeza fina y alargada y manos y rasgos espiritualizados. Mi joven y bella muchacha no se parecía del todo, aunque tenía esa esbeltez un poco masculina que tanto me gustaba y algo de la espiritualidad del rostro.

