Pero no era la persona de Pistorius la que me imaginaba ni la de Max Demian, sino el retrato soñado y dibujado por mí; era esta imagen andrógina de mi demonio, mitad hombre, mitad mujer, a la que tenía que invocar. Ahora no vivía ya solamente en mis sueños y sobre el papel, sino en mí como una imagen ideal, como potenciación de mí mismo.

