—Somos todos libres de hacer lo que queramos —dijo aquella noche—. ¿No te parece esto absolutamente simple y limpio y diáfano? ¿No es una manera estupenda de gobernar un universo? —Casi. Has olvidado un detalle muy importante —respondí. —¿De veras? —Somos todos libres de hacer lo que queramos, siempre que no perjudiquemos a los demás —argumenté—. Sé que eso es lo que te proponías decir, pero deberías decir lo que te propones.