En esos días nadie quería billetes. Era papel sin valor. Había que disponer de grandes fajos para comprar cualquier cosa, desde una botella de gaseosa —si había— hasta un paquete de chicle, que en esos días se conseguía, a veces, por diez o doce veces su valor original. El dinero se convirtió en una escala urbanística. Eran necesarias dos torres de billetes de a cien para comprar, cuando la había, una botella de aceite; a veces tres para un cuarto de kilo de queso. Rascacielos sin valor; eso era la moneda nacional: un cuento chino. A los pocos meses ocurrió lo contrario: el dinero desapareció.
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