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En esos días nadie quería billetes. Era papel sin valor. Había que disponer de grandes fajos para comprar cualquier cosa, desde una botella de gaseosa —si había— hasta un paquete de chicle, que en esos días se conseguía, a veces, por diez o doce veces su valor original. El dinero se convirtió en una escala urbanística. Eran necesarias dos torres de billetes de a cien para comprar, cuando la había, una botella de aceite; a veces tres para un cuarto de kilo de queso. Rascacielos sin valor; eso era la moneda nacional: un cuento chino. A los pocos meses ocurrió lo contrario: el dinero desapareció.
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La vida, el dinero, las fuerzas se nos acababan. Hasta el día duraba menos. Estar en la calle a las seis de la tarde era una manera estúpida de rifarse la existencia. Cualquier cosa podía matarnos: un disparo, un secuestro, un robo. Los apagones se alargaban horas y empalmaban las puestas de sol con una oscuridad perpetua.
jugar. Crecí en un lugar repleto de columpios y toboganes de metal oxidado a los que nadie acudía por temor a la delincuencia, que en aquel tiempo ni soñaba rozar las dimensiones que adquirió con el paso de los años.
Cuando llegamos al cementerio, ya estaba abierto el hoyo con dos fosas. Una para ella, otra para mí.
Mi madre había comprado la parcela años atrás. Mirando aquel hueco de arcilla, pensé en una frase de Juan Gabriel Vásquez que leí en una de las galeradas que tuve que corregir unas semanas antes: «Uno es del lugar donde están enterrados sus muertos». Al observar el césped rasurado alrededor de su tumba, entendí que mi único muerto me ataba a una tierra que expulsaba a los suyos con la misma fuerza con la que los engullía. Aquella no era una nación, era una picadora.
País sin dientes que degüella gallinas.
Yo solo pensaba en ese momento en el que el sol se ocultaría y borraría la luz sobre la colina en la que había dejado a mi madre sola. Entonces volví a morir. Jamás pude resucitar de las muertes que se acumularon en mi biografía aquella tarde. Ese día me convertí en mi única familia. La última parte de una vida que no tardarían en arrebatarme, a machetazos. A sangre y fuego, como todo lo que ocurre en esta ciudad.
Para no olvidar la estampa de esos árboles inverosímiles que brotaban en sueños, los dibujaba en mi bloc Caribe de cartulinas blancas.
El mar redime y corrige, engulle cuerpos y los expulsa. Se mezcla sin distingo con todo cuanto se cruza en su camino, como aquel río de Ocumare de la Costa que aún desemboca empujando la sal del océano con su paso de agua dulce.
Cantó el «Ay, qué noche tan preciosa», esa versión nacional, larga y pachanguera del «Cumpleaños feliz» que en otros lugares tiene la duración normal de una canción y no los diez minutos de esta otra.
Nací y crecí en un país que recibió a hombres y mujeres de otra tierra. Sastres, panaderos, albañiles, plomeros, tenderos, comerciantes. Españoles, portugueses italianos y algunos alemanes que fueron a buscar al fin del mundo un sitio donde volver a inventar el hielo. Pero la ciudad comenzó a vaciarse. Los hijos de aquellos inmigrantes, gente que se parecía poco a sus apellidos, emprendían la vuelta para buscar en los países de otros la cepa con la que se construyó la suya.
sobras de una biografía hecha a palos. La vida fue aquello que pasó. Aquello que hicimos y nos hicieron. La bandeja donde nos abrieron por la mitad como un pan a punto de crecer.