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Porque es el mar, noches estrelladas y vinilos de los Beatles.
gracias por estar… y por todo lo demás
Toda revolución comienza y termina con sus labios.
«Todo puede cambiar en un instante.»
Esa sensación amarga que acompaña a todos los «y si…» que se desperezan cuando ocurre algo malo y te preguntas si podrías haberlo evitado, porque la diferencia entre pasar de tenerlo todo a no tener nada a veces es tan solo de un segundo. Solo uno.
era caótico. Al menos, para cualquier persona cuerda. Para mí, era el orden en su máxima expresión.
Puede que, si en ese momento hubiese sabido todo lo que arrastrarían ese par de golpes, me hubiese negado a abrir.
¿A quién quiero engañar? Jamás podría haberle dado la espalda. Y habría ocurrido, de todos modos. Antes. Después.
¿Qué más da? Tenía la sensación de que, desde el principio, fue como jugar a la ruleta rusa con todas las balas cargadas; estaba destinado...
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Oliver nunca pedía favores, ni siquiera a mí, que era su mejor amigo desde antes de que aprendiese a andar en bicicleta. No lo hizo cuando vivió el peor momento de su vida y rechazó casi toda la ayuda que le ofrecí, no sé si por orgullo, porque pensaba que era una molestia o porque quería demostrarse a sí mismo que podía hacerse cargo de la situación, por difícil que fuese.
—Sabes que haré cualquier cosa que necesites.
«Here comes the sun, here comes the sun»; la melodía de esa canción se repetía en mi cabeza, pero no había rastro de ese sol en los trazos negros que plasmaba sobre el papel. Solo oscuridad y líneas rectas y duras.
La puntualidad no era lo mío, así que llegué el último, como todos los domingos de comida familiar.
Alzó la vista hacia mí cuando me senté a su lado y le di un codazo amistoso. No respondió. No como lo habría hecho tiempo atrás, con esa sonrisa que le ocupaba todo el rostro y que era capaz de iluminar una habitación entera.
—Pensaba que ya no fumabas. Entrecerré los ojos por el sol cuando levanté la cabeza hacia Oliver. Expulsé el humo del cigarrillo mientras él se sentaba a mi lado. —Y sigo sin hacerlo. Un par de cigarrillos al día no es fumar. No como el resto de la gente que sí lo hace, al menos.
—Te he metido en un buen lío, ¿no? Supongo que estar de repente a cargo de una chica de diecinueve años que no se parecía en nada a la niña que había sido, sí, podía considerarse «un lío». Pero entonces recordé todo lo que Oliver había hecho por mí. Desde enseñarme a montar en bicicleta hasta dejar que le partiesen la nariz cuando se metió en una pelea por mi culpa mientras estudiábamos en Brisbane. Suspiré y apagué el cigarrillo en el suelo. —Nos las arreglaremos bien —dije.
—Cuidarás de ella, ¿verdad? —Joder, claro que sí —aseguré. —Vale, porque Leah…, ella es lo único que me queda.
Sonriendo, Oliver alzó su copa en alto. —¡Por los buenos amigos! —gritó.
Es lo que hemos hecho siempre, ¿no? Salir a flote, seguir adelante, esa es la clave. Él se frotó la cara y suspiró. —Ojalá aún fuese igual de sencillo. —Lo sigue siendo.
Tenía ganas de ir atrás en el tiempo tan solo para decirle a mi yo del pasado que era un gilipollas por pensar que «no sería tan complicado».
—Te estás quedando conmigo. —No, joder, ¿por qué piensas eso? —Porque mi padre me pidió que pintara eso —señaló los árboles—, y yo he hecho esto, que no se parece en nada. Empecé bien, pero luego…, luego… —Luego hiciste tu propia versión. —¿De verdad lo crees? Asentí antes de sonreírle. —Sigue haciéndolo igual.
Durante los siguientes meses, cada vez que iba de visita a casa de mis padres o de los Jones, pasaba un rato con ella echándoles un vistazo a sus últimos trabajos. Leah era…, era ella misma, no había nada parecido, no tenía influencias, sus trazos eran tan suyos que yo podría haberlos reconocido en cualquier lugar.
Era luz y había algo que me mantenía a su alrededor, como si sus pinturas me atasen a seguir ...
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Lo envidiaba. Esa manera que tenía de vivir, tan despreocupado y relajado, siempre mirando hacia delante sin pararse a ver qué dejaba atrás, siempre centrado «en el ahora».
Yo deseaba aquello, que todo volviese a ser como antes, pero no podía.
—No tiene por qué ser igual, Leah. —No podría serlo —logré decir. —Pero sí diferente, nuevo. ¿No era eso lo que hacías tú antes, cuando pintabas? Coger algo que ya existía e interpretarlo de otra manera. —Tragó saliva nerviosa—. ¿No podrías hacer eso con nuestra amistad? No hará falta que hablemos de nada que tú no quieras.
No es que no la entendiese, claro que comprendía su dolor, pero eso no cambiaba las cosas, el presente.
Me sentía tan lejos de mi anterior vida, de mí misma, que a veces tenía la sensación de que también había muerto ese día.
No recuerdo cuándo me enamoré de Axel, no sé si fue un día concreto o si el sentimiento siempre estuvo ahí, dormido, hasta que crecí y tomé conciencia de lo que era el amor, desear a alguien, anhelar una mirada suya más que cualquier otra cosa en el mundo.
Yo siempre había sido muy mío, y me gustaba estar solo. Se me daba bien.
No era una de esas personas que sienten la necesidad de relacionarse, podía pasar semanas sin cruzarme con nadie y no era algo que echase en falta. Pero de repente parecía destinado a experimentar los efectos de la convivencia.
Llevaba meses sintiéndome egoísta e inútil, incapaz de avanzar, pero no sabía cómo cambiarlo.
Un día, con los ojos hinchados y rojos de tanto llorar, me vi poniéndome un chubasquero para evitar que el dolor pudiese mojarme y, de algún modo, entendí que la felicidad, la risa, el amor y todas las cosas buenas entre las que había vivido siempre tampoco podrían tocarme.
—Hay un error en lo que has dicho. Antes eras feliz precisamente porque no lo pensabas, ¿y quién lo hace cuando tiene el mundo a sus pies? Entonces solo vives, solo sientes.
Estaba convencido de que luchaba cada día por salir adelante sin ser consciente de que era ella misma la que se frenaba y lo impedía.
Y, joder, ¿cuánto tiempo hacía que el corazón no me latía así, tan caótico, tan rápido?
dejé que las canciones me llenasen. Era el único nexo con el pasado que me permitía mantener, porque no podía…, no podía prescindir de él. Imposible.
«¿Por qué esperar a conseguir algo mañana cuando puedes tenerlo hoy?».
En esos momentos la impaciencia me estaba matando. Por Leah. Porque necesitaba verla sonreír.
—¿Una mala noche? —Algo así. —Quédate aquí. Descansa. —¿Me das permiso para no ir a clase? —No. Eres mayor para saber si debes ir a clase. Pero si te interesa mi opinión, creo que hoy vas a perder el tiempo mirando la pizarra y sin enterarte de nada, porque parece que estés a punto de caerte al suelo. A veces es mejor recuperar fuerzas para coger impulso.
Estar con ella era fácil, cómodo, como las cosas que me gustaban de la vida.
Esa fue la primera vez que sentí el cosquilleo. Pero entonces no sabía que esa sensación hormigueante en la punta de los dedos significaba que deseaba dibujarla, guardarla para mí entre líneas y trazos, quedármela para siempre en los dedos llenos de pintura.
Era bonito. Todo era bonito; el mundo, el color, la vida, así lo veía antes. Si miraba a mi alrededor, solo encontraba cosas que quería transformar; plasmar mi propia versión de una ensalada, de un amanecer frente al mar o de ese bosquecillo que había delante de mi antigua casa y que, al ver la expresión de Axel contemplándolo, me hizo desear pasar el resto de mi vida con un pincel en la mano.

