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Cuando sentí que alguien me daba golpecitos en el hombro, abrí los ojos. Debía tenerlos llenos de miedo o de hostilidad o de rabia, porque el hombre que estaba en cuclillas se echó bruscamente hacia atrás, levantó su mano como para defenderse y luego se irguió. Mi mirada registró borrosamente un par de zapatos gastados y se ancló en ellos por un momento mientras mi cabeza llamaba desesperadamente a la conciencia.
Allí estaban otra vez, como prueba de que seguía vivo, el dolor en el tobillo, la tirantez de la piel del empeine, la cabeza embotada, la palpitación del ojo.









