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La culpa lo apuñaló otra vez y desapareció. La respuesta a esa pregunta también era no. Habría sido bonito atribuirse tan desinteresados motivos, pero la verdad era otra. No podía ser más simple: Paul quería cargarse a Annie Wilkes personalmente. Ellos solo te meterían en la cárcel, hija de puta, pensó. Yo sé cómo hacerte daño.
—¿Hola, a quién, señora? —preguntó David. —Pues a Misery —dijo Annie—. Mi cerda.
La razón de que un autor ponga casi siempre una dedicatoria, Annie, es que al final hasta él mismo se horroriza de lo egoísta que es.
Y luego, porque no pudo aguantarse, Paul Sheldon tiró de la página introducida en la vieja Royal y escribió a mano, con un bolígrafo, la palabra más amada y odiada del vocabulario de todo escritor: FIN
Ahora viene lo bueno, Annie. Veamos si soy capaz de hacerlo. A ver… ¿puedo?
—Qué pena, no podrás leer la novela —dijo Paul, y le sonrió. Era su primera sonrisa sincera en muchos meses, radiante y auténtica—. Falsa modestia aparte, debo decir que era realmente buena. Un gran libro, Annie.
—Aquí tienes el libro, Annie —jadeó mientras su mano agarraba más papel.
—¿Qué te parece, Annie? ¿Te gusta? Es una auténtica primera edición, ¿eh?, la Edición Annie Wilkes. ¿Qué opinas? Vamos, traga, chupa. Cómetelo, sé buena chica y cómete el libro entero.
La sien izquierda chocó con el borde de la repisa de la chimenea y Annie se derrumbó como un saco de ladrillos, golpeando el suelo y haciendo temblar toda la casa.
Volvió a rastras hacia la silla de ruedas. Estaba a mitad de camino cuando Annie abrió los ojos.
Paul miró hacia atrás y vio que la cara se le estaba poniendo morada; parecía hinchada también. Entonces comprendió que Annie estaba transformándose en el ídolo de los bourkas.
Dios, que sea el final, por favor; que sea el fin de esta mujer.
La botella de champán no formaba parte del argumento, pero eso era poca cosa comparado con la aterradora vitalidad de aquella mujer y con la incertidumbre que ahora lo aquejaba.
El manuscrito real de El regreso de Misery lo había guardado debajo de la cama. Y allí seguía. A no ser que ella esté viva. Si lo está, quizá me la encuentro allí, leyendo.
Era el pingüino sentado en su bloque de hielo. ¡Y ESTA ES MI HISTORIA!,
Cuando por fin forzaron la entrada en respuesta a los gritos delirantes que se oían en el salón, encontraron a un hombre que parecía una pesadilla en carne y huesos.
—Ahí dentro hay sangre y cristales rotos y papeles chamuscados… pero en esa habitación no hay nadie. Paul Sheldon lo miró y acto seguido empezó a gritar. No había dejado de hacerlo todavía cuando se desmayó.
Deberíamos postrarnos todos de rodillas y dar gracias a Dios por que la historia de la novela sea casi tan buena como la historia que hay detrás de la novela.»
No hubo Annie porque Annie no era ninguna diosa, claro, sino una señora chiflada que había hecho daño a Paul por motivos personales. Annie había conseguido sacarse de la boca y la garganta la mayor parte del papel y había huido por la ventana del cuarto de Paul mientras este dormía su sueño farmacológico. Había conseguido llegar al establo y se había desplomado allí. Estaba muerta cuando Wicks y McKnight la encontraron, pero no por estrangulación. En realidad había muerto a resultas de la fractura de cráneo que se había producido al chocar con la repisa de la chimenea, y había chocado con la
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Pero todo eso pertenecía al pasado. Annie Wilkes yacía en su tumba. Sin embargo, al igual que Misery Chastain, reposaba allí inquieta. Paul, en sus sueños y en sus fantasías diurnas, la desenterraba una y otra vez.
A la diosa no se la podía matar. Drogarla temporalmente con bourbon, eso tal vez, pero nada más.
Podía, sí. Podía. Así pues, agradecido y aterrorizado, lo hizo.

