Para mediados de los años noventa, Washington ya había renunciado a desafiar frontalmente al régimen comunista chino por los derechos humanos, el Estado de derecho o la democracia. En su lugar, los globalistas de los Partidos Demócrata y Republicano apostaron por que la poderosa e impersonal fuerza de la integración comercial acabara convirtiendo con el tiempo a China en un dócil y afable «participante» en el orden mundial.16